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miércoles, 22 de abril de 2009

EN LA COLONIA DE HUERFANOS --- KIT REED

En la colonia de huérfanos
Kit Reed





Todas las noches en el sitio olvidado de Dios que era la colonia de huérfanos, algo venía al pie de la ventana. Los vientos purpúreos que barrían el lugar amenazaban tormentas y cataclismos, amontonando un polvo gris que sepultaba todos los días a diez o doce de los muchachos en las minas. Había peligro en el cielo azul y liso, y había peligro en el aire metálico que respiraban, de modo que casi todos los huérfanos eran rápidos y cautelosos, y atacaban rápidamente a cualquier cosa que no reconociesen en seguida.
Pero algo esperaba hasta que los otros se durmieran y luego cantaba al pie de la ventana de Nathan, tan dulcemente que el muchacho deseaba quitar las barras y dispositivos protectores, o abrir un agujero en el muro y dejar que la criatura entrase, pues se sentía cada vez más solo.
Nathan apretaba entonces la cara contra el vidrio, tratando de ver a la criatura, escuchando toda la noche, sin preguntarse cómo aquel sonido atravesaba las capas de cemento, hierro, acero y vidrio. Un día creyó distinguir una forma indistinta del otro lado, y en su soledad imaginó una sombra materna, y que aquellos sonidos deseaban consolarlo.
Pues había tenido una madre al principio, y luego ella había muerto y él había vivido atornillado a la soledad, apretándose primero contra esa primera madre adoptiva y luego contra esa otra, con la esperanza de recuperar algo de aquel calor, y sintiéndose helado al fin, pues todo lo que hacía parecía inútil. Ahora, pensaba en ella mientras se alineaba con los otros para el baño y el desayuno, y se llevaba el recuerdo de ella a las minas, acariciándolo en la obscuridad como si fuese una fotografía muy querida.
En su primera noche en la colonia lo descubrieron llorando.
—No está permitido —dijo Curtin, su celador, que había venido corriendo. directamente hacia él, entre la doble hilera de camas.
—Mmm.
Nathan buscó en la obscuridad la mano de Curtin, asomándose a la cresta de un gemido ahogado.
—Piensa en los otros —dijo Curtin, calmándolo.
Nathan moqueó.
—No... no puedo.
—Dime entonces qué ocurre.
—Nadie.
—¿Nadie qué?
—Nadie —dijo Nathan con un sollozo desesperado.
Curtin entendió.
—¿Estás solo? ¿Con otros dos mil muchachos?
—Mu-muchachos.
Los muchachos de la colonia eran fríos, hirsutos, e inescrutables, y porque Curtin no era como ellos Nathan lo miró con una fe creciente.
—Si pudieras ayudarme.
—Para eso estoy —dijo Curtin.
Y Nathan se permitió pensar que así era.
—¿Puedes sacarme de aquí? —dijo dominándose.
Curtin carraspeó.
—No puedo permitir que los otros te vean llorando, ¿entiendes? —dijo, y Nathan entendió que a pesar de toda su buena voluntad Curtin era también impotente.
—Quiero ir a casa.
—Hijo, no tienes más casa —dijo Curtin con una voz dominada por la fatiga. Y añadió sin convicción—: Esta es tu casa.
—Quiero ir con mamá.
—No tienes más mamá.
Nathan inclinó la cabeza, pues era cierto.
Cuando Curtin comprobó que Nathan no podía dejar de llorar, llevó la cama rodante a un cuarto privado. Si lograban sobrevivir a un año o dos, si Curtin y sus compañeros querían conservar la posibilidad de que los libraran de sus obligaciones y les permitieran volver a sus casas, tenían que mantener cierto nivel de disciplina.
De modo que Nathan durmió solo desde entonces, sin ni siquiera el consuelo de las respiraciones de los otros que dormían en un mismo cuarto, y todos los días alguno de los muchachos pensaba que Nathan no era digno de confianza, y por eso lo habían apartado. Lo importunaban, y Nathan lloraba todas las noches.
Hasta que la criatura de afuera llegó y empezó a llamarlo, cantando. El sonido consolaba de algún modo a Nathan, quien se apretaba contra la ventana, como si así estuviese más cerca de esa criatura a la que podía ver ahora, cálida y amable en el patio. Al principio el sonido mismo era suficiente, pues la criatura le hablaba de brazos cálidos y cuartos cómodos, de una infancia quizá mejor que la suya, de todas las cosas que Nathan extrañaba vagamente, pero que era incapaz de nombrar. Trató de decírselo a Curtin una noche, no tanto para contarle qué ocurría sino y sobre todo para oír el sonido de su propia voz en un diálogo. Excepto cuando pasaban lista nadie hablaba con él durante días.
—Oí cantar a alguien.
—No es posible —Curtin arreglaba en ese momento una mesa de noche—. Todos los edificios son a prueba de ruidos.
—Cantaba.
—Creíste oír a alguien —Curtin se volvió hacia Nathan, atento de pronto—. Escucha —dijo—, si alguna vez oyes algo o ves algo, dímelo. Tenemos que informar.
—¿Para qué?
—Detección. Destrucción —Curtin frunció el ceño—. Apenas hemos arañado la superficie de este sitio. Nos sostenemos apenas con las uñas.
—Destrucción —Nathan se sentía mejor porque estaba con Curtin y Curtin le hablaba, y como estaban allí, y casi tenían una charla, continuó en una agonía de confidencia—. Tengo la sensación... no sé. Es una cosa como amor. Me siento tan solo...
—Solo —Curtin no escuchaba, ocupado con la mesa de noche. Cuando alzó los ojos ni siquiera miró al muchacho, y pensaba sólo en su casa—. ¿Qué decías?
—No tiene importancia.
Lastimado, pues había dicho tanto y había recibido tan poco, Nathan se apartó.
—No te olvides de informar —dijo Curtin distraídamente—. Hay que tener los ojos siempre abiertos —murmuraba ahora, entre dientes—. Esto no es exactamente el paraíso.
Muy cierto. Había peligros en el aire: gases que podían diezmar todo un pelotón de muchachos en un instante, criaturas que cantaban en las arenas, insectos venenosos en las plantas, deslizamientos y pozos en las minas. Dos de los muchachos habían recogido una piedra cerca del horno de la fundición y la habían llevado al dormitorio. Al cabo de unas pocas horas habían muerto veinte muchachos. Un polvo extraño había sido descubierto en un extractor de aire defectuoso, y el celador que había quitado el polvo tuvo que ser llevado de vuelta a la Tierra donde pasaría el resto de sus días en un hospital del gobierno.
Y ahora una criatura cantaba al pie de la ventana de Nathan, cantaba canciones de amor, y Nathan sabía que le pedía así que la dejara entrar, pues quería estar cerca de él, y que si él bajaba a la esclusa de aire la encontraría esperando, y que él no tardaría más de un minuto o dos en abrir la doble puerta.
Como, al fin y al cabo, no tenía nada mejor que hacer, Nathan bajó una noche. La criatura lo esperaba del otro lado.
Sintió repulsión al principio. La criatura entró encorvándose en la esclusa, toda ojos húmedos y piel suelta, amorfa y velluda. Pero tan pronto como Nathan cerró la puerta exterior, la criatura se puso a cantar, y si Nathan cerraba los ojos, un calor penetrante le acariciaba la conciencia, un calor que no había conocido ni siquiera entre los brazos de su madre.
La criatura cantaba en silencio, pero aun así Nathan le pidió que fuera prudente, inclinándose hacia adelante y llevándose un dedo a los labios. Seguido por la criatura, enorme y silenciosa, atravesó los pasillos y subió las escaleras, asombrado, pues aunque los otros muchachos eran mayores, más fuertes, más inteligentes, la criatura lo había elegido a él, y estaba con él, e iban juntos al dormitorio.
La criatura se arrastraba detrás cariñosamente, en olas de piel móvil, cantando siempre, de modo que cuando llegaron al cuarto iluminado, Nathan se sintió sorprendido de veras al descubrir qué horrible era ella realmente, y que entre aquellas cuatro paredes se sentía rechazado también por el olor. Miró el anillo de dientes en la boca circular, los pliegues sueltos de la piel, y hubiera corrido a la seguridad del dormitorio común si la criatura no lo hubiera envuelto de pronto con aquella piel, si no lo hubiera acunado, cantando.
Al principio, Nathan tuvo que combatir un miedo repentino y paralizante, pero cuando cerró los ojos olvidó todo excepto el calor y las olas de la canción que barrían su acumulada soledad, y mientras la criatura cantaba sintió amistad, y amor, y al fin alegría, abrumado casi por aquella plenitud luego de la sequedad que había sido su vida.
Más tarde fue capaz de mirar aquellos ojos húmedos, de bordes hinchados y rojizos, y hasta de tocar cariñosamente aquel vello espeso, con ojos nublados por el amor. La criatura lo guardó así envuelto toda la noche, cantándole, y cuando llegó el alba Nathan quería más a la criatura que a su propia vida. El abrazo terminó poco antes de la salida del sol, y la criatura se deslizó entonces en el ropero, y cuando Curtin oyó a Nathan, que lloraba como un niño abandonado, no quedaba ninguna huella de ella en el cuarto.
—Vamos, vamos —dijo Curtin—. ¿Qué pasa?
Pero Nathan, alimentado aun con fragmentos de la recordada canción, abrumado por una enorme sensación de pérdida, sollozaba entrecortadamente.
—¿Qué pasa? —preguntó Curtin otra vez.
Y como el secreto era importante, Nathan se dominó.
—Sólo una pesadilla —dijo, y salió a lavarse los dientes.
Desde entonces todos sus días fueron un largo vacío. Él mismo era un vacío pequeño, que esperaba ser colmado por la canción nocturna, tan pronto como se apagaran las luces y los otros se durmieran. Ya no importaba tanto que el desierto pedregoso donde vivía fuera frío y remoto, o que nadie hablara con él excepto cuando lo llamaban para los trabajos de la fundición, o para ir a las minas a la mañana. Su vida con la criatura cantora era tan plena, tan consumidora, que ni siquiera advirtió los cambios en la colonia, la intranquilidad de todos, hasta que la historia fue evidente, hasta que Curtin entró una mañana en el cuarto privado.
—Hablaste de que habías escuchado algo raro —dijo Curtin.
Nathan lo miró parpadeando, tomándose las rodillas.
—Hace mucho tiempo —en seguida, y porque Curtin parecía tan perturbado, añadió: —¿Ocurre algo?
Curtin se acarició el pelo.
—Ya sabes, las desapariciones. Tres este mes.
—¿Desapariciones?
—¿No estás enterado? Claro que no —Curtin meneó la cabeza, recordando—. No hablas con los otros. Tres de los muchachos han... desaparecido.
Nathan dijo distraídamente:
—Quizá se escaparon.
—No —triste, indulgentemente, Curtin le acarició la cabeza a Nathan—. Me hubiese gustado, pero... —se encogió de hombros—. Mira, hijo, si oyes algo...
Nathan esperó.
—O si ves algo... Si ves algo, cualquier cosa, por favor, dímelo.
Como Curtin realmente le gustaba, y quería complacerlo, Nathan dijo:
—Lo prometo.
Aquella noche le contó la conversación a la criatura, y la criatura le tejió una canción.
Nathan sabía, sin tener que pensarlo, que aquellos días eran los más felices de su vida, y que el número de muchachos en el dormitorio seguía disminuyendo. Aunque en la colonia se respiraba un aire ácido de miedo, Nathan no se preocupaba, pues ahí estaba la criatura, todas las noches, con amor y calor. Ahí estaba la canción todas las noches.
Y luego una mañana Curtin mismo desapareció, y un celador desconocido, alto, ceñudo y asustado, entró en el cuarto de Nathan con un guardia que traía un látigo y un garrote. Desparramaron todas las cosas de Nathan, vaciando la mesa de noche y abrieron de par en par las puertas del armario.
Nathan se encogió pensando que habían descubierto su amor. Pero el armario estaba vacío. No había allí piel velluda, ni baba, y Nathan rió aliviado.
—¿Qué buscan? —preguntó conteniendo la risa.
—No sé —el celador hablaba con los labios apretados—. Pero tenemos que descubrirlo pronto. Han desaparecido cuarenta, y sin dejar huellas.
—¿Cuarenta?
La cifra no tenía realidad para Nathan.
—Cuarenta muchachos y ahora un celador.
Nathan sintió un asomo de inquietud.
—¿Curtin?
—Curtin.
—Pobre Curtin.
—Escucha, muchacho. Todos tienen que ayudar si queremos detener esto —el celador hizo una pesada pausa—. ¿Entiendes?
Nathan asintió con un movimiento de cabeza.
—Si has notado algo raro, algo poco común...
—Lo siento —Nathan pensaba ya en la noche, oía ya la canción dentro de él—. No he visto nada.
Aquella noche la criatura cantó una canción de alegría, de alegría interminable, y Nathan se acurrucó en los pliegues de la piel, en éxtasis.
Cuando despertó a la mañana siguiente la criatura había desaparecido, y recordando la búsqueda del día anterior, Nathan pensó que era mejor así. Esperaba que la criatura se hubiera escondido bien, aunque todas las fibras de su ser reclamaban aquella presencia, y sabía que le costaría mucho aguardar la noche.
No encontró a nadie en los pasillos de los baños, y en el dormitorio mismo había un raro silencio, con todas las camas hechas, en hileras, pero sin muchachos al lado que se metiesen en los trajes de faena o que se pusiesen las botas. La luz misma tenía una curiosa y tranquila cualidad: iluminaba las ventanas cerradas sin interrupciones ni limitaciones.
Era como si no hubiese nadie en el edificio y el edificio mismo estuviese deshabitado desde hacía años.
Luego de lavarse la cara, Nathan fue hacia el comedor vestido sólo con la camiseta y los calzoncillos blancos con que había dormido, y sintiéndose realmente solo en el silencio del pasillo. Caminó entre las filas de camas, perturbado ahora por la quietud del aire, la ausencia de sonidos.
Titubeó un momento ante las dobles puertas del salón comedor, bombardeado por la luz solar, absorbiendo el último y moroso silencio del pasillo. Luego abrió las puertas de par en par, y oyó el sonido.
Miró un momento las mesas pulidas, observando la tranquilidad, el orden, la marcha de la luz del sol, y al fin el movimiento en el otro extremo de la sala, sabiendo aun antes de adelantarse entre las mesas que la criatura estaba ocupada allí.
La criatura terminó con el muchacho que apretaba entre sus pliegues, y luego alzó hacia Nathan los ojos húmedos de bordes rojizos, y Nathan advirtió sin sorpresa, sin sentirse traicionado, que para la criatura él no significaba más que los otros, aun después de todas aquellas noches, todas aquellas veces que ella había cantado para él, y vio también que ella lo esperaba.
Titubeó sólo un segundo.
Fue hacia ella conscientemente. Fue hacia ella con su amor y su soledad. La criatura lo abrazó abriendo el círculo de dientes.

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