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viernes, 12 de junio de 2009

LOS VIVOS Y LOS MUERTOS -- Eliphas Levi

LOS VIVOS Y LOS MUERTOS
Eliphas Levi


..
Pasando una vez el Cristo por el campo de las tumbas, encontró a un joven que estaba de rodillas
y lloraba ante una cruz. Al verle Jesús, se compadeció de su dolor, y aproximándose le dijo: ¿Por
qué lloras?
Volvióse el joven, y extendiendo la mano respondió: -Mi madre está allí desde hace tres días.
-No, hijo mío, tu madre no está ahí. -respondió Jesús- Ahí sólo se ha depositado el último
vestido que abandonó; ¿por qué lloras, pues, sobre un despojo inservible? Levántate y marcha; tu
madre te espera.
El doliente movió tristemente la cabeza y dijo:
-No, esperaré aquí la muerte e iré a reunirme con mi madre.
-¡La muerte espera a la muerte, y la vida va en pos de la vida! No entristezcas con un dolor
egoísta y estéril, el alma de aquella que te ha precedido; no retardes su marcha hacia Dios
con tu desesperación y tu inercia. Su amor vive aún en tu corazón, y no la habrás perdido si la
haces vivir dignamente en tí. En vez de llorar a tu madre, resucítala. No me mires con admiración,
ni pienses que me burlo de tu dolor. Aquella cuya pérdida lamentas está cerca de tí; uno de los
velos que separaba vuestras almas ha caído; queda uno todavía, y, separados sólo
por ese velo, debéis vivir el uno para el otro; tú trabajarás para ella y ella rogará por tí.
-¿Cómo trabajaré para ella? respondió el huérfano. Ahora que está debajo de tierra, no tiene
necesidad de nada.
- Te engañas hijo mío, confundiendo el cuerpo con el vestido.
Ella tiene ahora, más que nunca, necesidad de inteligencia y de amor en el mundo donde vive. Tú
eres la vida de su corazón y la preocupación de su espíritu, y ella te llama en su ayuda.
Para tener el derecho de descansar, es preciso trabajar. Si no trabajas por tu madre torturarás su
alma. Por eso te dije: Levántate y anda; porque el alma de tu madre se levantará y marchará
contigo, y tú la resucitarás en tí si haces fructificar su pensamiento y su amor. Ella tiene un cuerpo
en la tierra: es el tuyo; tú tienes un alma en el cielo: es la suya. Que esa alma y este cuerpo
marchen juntos y tu madre revivirá.
Creeme, hijo mío, el pensamiento y el amor no mueren jamás, aquellos a quienes creeis muertos
viven más que tú si piensan, y más todavía, si aman.
Si la idea de la muerte te entristece y te espanta, refúgiate en el seno de la vida; allí encontrarás a
todos aquellos que te aman.
Los muertos son los que no piensan y no aman, pues trabajan para la corrupción, y la corrupción
a su vez los consume.
Deja pues a los muertos llorar por los muertos, y vive con y para los vivos. El amor es el lazo de
las almas, y cuando este lazo es puro, es indestructible.
Tu madre te precede; marcha hacia Dios, pero está encadenada a tí; y si tú te duermes en la pena
egoísta, se verá obligada a esperarte y sufrirá. Pero yo te digo, en verdad, que todo el bien que
puedes hacer, le será tenido en cuenta a su alma, mientras que si haces el mal sufrirá
voluntariamente la pena. Por eso te repito; si la amas, vive para ella.
El joven, entonces, se levantó. Sus lágrimas cesaron de correr, y contempló la faz de Jesús con
admiración, pues el rostro del Cristo estaba radiante de inteligencia y de amor, resplandeciendo la
inmortalidad en sus ojos.
Tomando al joven de la mano, Jesús le dijo: Ven.
Le condujo enseguida sobre una colina que dominaba a la ciudad entera, y exclamó:
¡Mira el verdadero campo de las tumbas!
Allá en esos palacios que entristecen el horizonte, hay muertos a los que es necesario llorar, más
que aquellos cuyos restos yacen aquí, pues esos no descansan. Se agitan en medio de la
corrupción y disputan su pasto a los gusanos; son semejantes a un hombre enterrado en vida. El
aire del cielo falta a sus pulmones, y la tierra gravita sobre éllos. Están encerrados en las estrechas
y miserables instituciones que han hecho para sí, como en las tablas de un féretro.
Joven que llorabas y cuyas lágrimas secó mi palabra, llora y gime ahora sobre los muertos que
sufren aún. Llora sobre aquellos que se creen vivos y que son cadáveres atormentados. A esos
hay que gritar con poderosa voz: ¡Salid de vuestras tumbas!
¡Oh! ¿Cuándo resonará la trompeta del angel? El angel que debe despertar al mundo es el angel
de la inteligencia, el angel que debe salvarlo es el angel del amor.
La luz será entonces como el relámpago que brilla en Oriente y refulge al mismo tiempo en
Occidente. A la voz de aquél, el cuerpo de Cristo que es el pan fraternal, será revelado a todos, y
las águilas se reunirán alrededor del cuerpo que debe alimentarlos. Entonces el verbo humano,
libertado de los intereses egoistas, se unirá al Verbo divino; y la palabra unitaria, resonando en el
mundo entero, será la trompeta del angel.
Los vivos se levantarán, los vivos a quienes se les habrá creido muertos y que sufrirán esperando
la liberación, y todo lo que no es muerto se pondrá en marcha e irá delante del Señor; mientras
que el viento barrerá las cenizas de los que ya no son.
Joven, mantente dispuesto, y guárdate de morir. Vive para aquellos que amas, ama a aquellos que
viven, y no llores por los que han subido un grado más en la escala de la vida; llora por los
muertos.
Tu madre te amaba; te ama por consiguiente, mucho más en este instante en que su pensamiento y
su amor están libres de las pesadas barreras de la tierra. Llora por los que no piensan en tí y no te
aman.
Pues te digo, en verdad, que la humanidad solo tiene un cuerpo y un alma, y vive doquiera se
trabaja y se sufre.
Un miembro insensible al bienestar y al dolor de los otros miembros, está muerto y debe ser
suprimido en breve.
Dichas estas cosas, el Cristo desapareció de la vista del joven, quien, después de haberse
quedado algunos instantes inmóvil, y como bajo la impresión de un ensueño, emprendió
silenciosamente el camino de la ciudad, diciendo: Voy a buscar a los vivos entre los muertos. Y
haré bien a todos aquellos que sufren sufriendo con ellos y amándolos, a fin de que mi madre lo
sepa y me bendiga en el Cielo; pues ahora comprendo que el Cielo no está lejos de nosotros y
que el alma es al cuerpo, lo que el cielo material es a la tierra.
El cielo que rodea y sostiene a la tierra se abreva en la inmensidad, como nuestra alma se
embriaga de Dios mismo.
Y los que viven en el mismo pensamiento y en el mismo amor, no pueden separarse jamás.
Publicado en "El Loto Blanco" (Diciembre 1917)

lunes, 8 de junio de 2009

HABLANDO DE ... : NINFAS DEL VALLE -- GIBRÁN KHALIL GIBRÁN

GIBRÁN KHALIL GIBRÁN

NINFAS DEL VALLE

(1948)

MARTA

I

El padre de la niña murió cuando Marta estaba todavía en la cuna y su madre falleció antes de que la niña cumpliera diez años de edad. Fue a vivir sus años de orfandad en la casa de un pobre vecino, que con su mujer y sus hijos, vivía de los frutos de la tierra en una pequeña y. aislada aldea, en uno de los hermosos valles del Líbano.

Al morir el padre de Marta, por toda herencia le dejó su nombre y una pobre cabaña que se alzaba entre nogales y álamos. De su madre sólo había hererado lágrimas de dolor y su orfandad total. Vivió como una extranjera en la tierra que la había visto nacer, sola entre árboles frondosos y altas rocas. Cada mañana, la niña caminaba descalza, vestida de harapos, e iba a ordeñar a las vacas a una región del valle donde el pasto era rico, y allí se sentaba la niña a la sombra de un árbol. Canta con los pajarillos y lloraba. con el arroyo, mientras enviciaba a las vacas por disponer de abun­dante comida. Contemplaba las flores y el revoloteo de las mariposas. Al hundirse el sol en el horizonte el hambre se apoderaba, de ella, y volvía a la cabaña, a sentarse junto a la hija de su tutor, y a comer una escasa ración de pan de maíz, con un poco de truta seca y frijoles humedecidos en vinagre y aceite de oliva. Después de la frugal cena, extendía pa .a seca en el: suelo, en un rincón, y se acostaba, reposando la cabeza en sus brazos. Luego se dormía y suspiraba, y deseaba que la vida` fuera un sueño largo y profundo, sin ensueños y sin despertar. Cerca del alba, su tutor la despertaba brusca­mente para que lo sirviera, y la niña despertaba temblando de miedo por la dureza y la ira de su tutor. Así pasaron varios años en la vida de Marta, la desventurada, entre aque­.llas distantes colinas y apartados valles.

Pronto comenzó a sentir la niña en su corazón el desper­tar de emociones que hasta entonces no había tenido; era como estar conciente del perfume del corazón de una flor. Extraños sueños y pensamientos se arremolinaban en ella, como un rebaño que cruzara un río. Despertaba en ella la mujer y parecía tierra fresca y virgen preparada para recibir la semilla del conocimiento, y para sentir las huellas de la experiencia. Era una muchacha retraída y pura, a la que un decreto inescrutable del destino había exiliado en aquella granja apartada, cuya vida se regía en todas sus fases con las estaciones del año. Era como una sombra de un dios desco­nocido, que residiera entre la tierra y el sol.

Los que hemos pasado la mayor parte de nuestra exis­tencia en ciudades llenas de gente sabemos muy poco de la vida de quienes habitan en los pueblos y en las aldeas apar­tadas del Líbano. Nos arrastra la corriente de la civilización moderna. Hemos olvidado -o por lo menos así lo pensamos­la filosofía de esa vida hermosa y simple, llena de pureza y de candor espiritual. Pero si volviéramos la mirada hacia esa -vida, la veríamos sonreír en primavera, la veríamos durmiendo la siesta al sol del verano; la veríamos cosechar en el otoño, y reposar en el invierno, y la consideraríamos como a nuestra madre naturaleza en todos sus estados de ánimo. Somos más ricos en bienes materiales que aquellos aldeanos; pero el espíritu del campesino es más noble que el nuestro. Nosotros sembramos mucho, y no cosechamos nada; en cambio, todo lo que ellos siembran lo cosechan. Nosotros, los que vivimos en la ciudad, somos esclavos de nuestros apetitos; ellos, son los hijos de la alegría simple. Nosotros bebemos en la copa de la vida un líquido entur­biado con amargura,, desesperación, temores y hastío. Ellos beben el claro vino de la vida sencilla.

Marta llegó a la edad de dieciséis años. Su alma era un reluciente espejo que reflejaba toda la hermosura de los campos, y su corazón era como los anchos valles, que repetía, como el eco, los sonidos dula. Naturaleza.

Un día de otoño, en que el campo parecía lleno de tristeza, la muchacha se sentó junto a un arroyo, sintiendo que su alma estaba libre de la prisión terrenal, como los pensamientos de la imaginación de un poeta, y contempla­ba la danza de las hojas amarillas conforme iban cayendo de los árboles. Veía cómo el viento jugaba con esas hojas, así como la muerte juega con las almas de los hombres. Obser­vaba las flores marchitas, con sus corazones secos y rotos en mil pedazos. Las flores almacenaban sus semillas en el seno de la tierra, así como las mujeres esconden sus joyas en tiempos de guerra y disturbios.

Mientras la muchacha permanecía contemplando las flores y los árboles, compartiendo el dolor de las plantas en el otoño, oyó el sonido de cascos de caballos en las rotas piedras del valle. Volvió la cabeza, y vio que un jinete avan­zaba lentamente hacia ella; sus arneses y su. ropa hablaban dé riqueza y bienestar. Aquel jinete desmontó y la saludó ama­blemente, con modales delicados que ningún hombre había tenido con ella.

-He perdido el camino que conduce a la costa. ¿Podrías indicármelo? -le preguntó.

La muchacha se puso en pie al borde del arroyo, erecta como una rama joven, y contestó:

-No lo sé, señor, pero iré a preguntarle -a mi tutor, porque él sabe.

,Al pronunciar estas palabras, la muchacha sintió un poco de temor, y la timidez y modestia de su acento realzaron su juventud y su belleza. Ya se marchaba, cuando aquel hombre la detuvo con un ademán. El. rojo vino de la juventud circula­ba vigorosamente por sus venas, y su mirada cambió al decir: -No; no te vayas.

La joven permaneció en pie, con expresión de sorpresa, pues había sentido en aquella voz una fuerza que le impedía moverse. Miró furtivamente al caballero, que a su vez la mira­ba con atención; con una mirada que ella no podía entender. Luego, le dedicó una sonrisa-tan encantadora, tan tierna, que la muchacha sintió ganas de llorar. Aquel hombre posó una mirada afectuosa en los pies descalzos, en las delicadas muñe­cas, en el terso cuello, en el suave y espeso cabello. Notó, con creciente pasión, la bronceada piel soleada, y aquellos brazos, que la naturaleza habia hecho fuertes. Pero la mucha­cha permaneció silenciosa y avergonzada. No quería irse, y, por razones que no lograba explicarse, tampoco podía hablar.

La vaca lechera volvió aquella tarde al establo sin su ama, pues Marta no regresó. Al volver su tutor de los campos, la buscó por todas partes, y no la encontró. La llamó por su nombre, pero no obtuvo más respuesta que los .ecos de, las cuevas y el ulular del viento en las copas de los árboles. Vol­vió entristecido a su cabaña, y le dijo a su mujer lo que había pasado. La campesina lloró calladamente toda la noche, y de­cía, en medio de sus sollozos:

-La he, visto en sueños, en las garras de una bestia salvaje, que rasgaba su cuerpo en pedazos, mientras ella son­reía y lloraba.

Tal es la historia sobre Marta cuando vivía en aquella hermosa aldea. Me la contó un viejo aldeano que la había co­nocido desde que- era una niñita. La muchacha había desapa­recido de,aquella comarca, sin dejar tras de sí, más que unas cuantas lágrimas en los ojos de una campesina, y un patético recuerdo que vagaba con la brisa de la mañana sobre el valle, y que luego, como el aliento de un niño en el cristal de una ventana, se desvaneció para siempre.

Volví a Beirut en el otoñó del año 1900, después de pasar mis vacaciones de estudiante en el norte del Líbano. Y antes de volver a mis estudios pasé una semana vagando alrededor de la ciudad en compañía de algunos camaradas, saboreando las delicias de la libertad, de la que los jóvenes están ham­brientos, y que se les niega en sus casas y en las cuatro pare­des de las aulas. En esa edad, y en tiempo de vacaciones, el joven es como un ave, que al encontrar abierta su jaula, vuela llena de júbilo, con el corazón lleno de trinos y de la alegría de la escapatoria.

La juventud es un bello sueño, pero su dulzura se ve es­clavizada por el hastío de los libros, y su despertar es do­loroso.

Acaso llegue un día en que los hombrs sabios puedan unir los sueños de la juventud y el deleite del aprendizaje, como la confidencia une a los corazones en conflicto. Acaso llegue un día en que el maestro del hombre sea la naturaleza, la. humanidad, su libro, y la vida, su escuela. ¿Llegará ese día? No lo sabemos, pero sentimos la urgencia que nos impulsa hacia arriba, hacia el progreso espiritual, y ese progreso es comprensión de la belleza que existe en todo lo creado, me­diante la bondad que existe en nosotros y la expansión de la felicidad mediante nuestro amor por esa belleza.

Aquella tarde, estaba yo sentado en el porche de mi casa, observando los movimientos de la gente 'y escuchando los pre­gones de los vendedores ambulantes, cada cual alabando la excelencia de sus mercancías y alimentos, cuando un mucha­chito se me acercó. Tendría unos cinco años de- edad, vestía harapos, y en el hombro llevaba una bandeja llena de ramitos de flores. Con voz temblorosa y débil, como si fuera parte de su herencia de largos, sufrimientos, me pidió que le comprara unas flores.

Observé aquella carita pálida, donde brillaban unos ojos negros, oscurecidos con las sombras de la enfermedad y la pobreza; su boca era como una cicatriz abierta en un pecho herido; sus delgados brazos desnudos y su cuerpecito maci­lento se doblaban por el peso de la bandeja de ores, como un rosal marchito entre frescas plantas verdes. Vi todo esto de una sola mirada, y sonreí sintiendo lástima, con una son­risa en la que había la amargura de las lágrimas. Una de esas sonrisas que nacen en la profundidad del corazón y afloran a los labios: si reprimimos estas sonrisas, se reflejan en nues­tros ojos.

Le compré algunas flores, pero era su charla lo que que­ría yo comprar, pues sentí que en sus tristes miradas y en su lastimoso aspecto se escondía una tragedia: la tragedia de los pobres, que perpetuamente se representa en el escenario de los días. Al hablarle con palabras amables, se mostró amis­toso; como si hubiera encontrado a alguien que le pudiera ofrecer un poco de protección y seguridad. Me miró asom­brado, porque los de su clase sólo están acostumbrados a recibir malos tratos de los otros niños, que consideran a los muchachos de la calle como cosas despreciables, y no como a pequeñas almas heridas por las flechas de la desventura. Luego le pregunté su nombre.

-Fuad -contestó, con los ojos fijos en el suelo.

Proseguí:

-¿De quién eres hijo, y dónde está tu familia?

-Soy el hijo de Marta, mujer del pueblo de Ban.

-¿Y quién es tu padre? -le pregunté.

Movió la cabecita, como aquel que ignora quién es su padre.

-Entonces, ¿en dónde está tu madre, Fuad?

-En casa, enferma.

Estas escasas palabras salidas de los labios de aquel niño resonaron en mis oídos con acentos, familiares, y en mi más profundo sentimiento se formaron extrañas imágenes de me­lancolía, pues supe, en el acto, que la desventurada Marta cuya historia había yo oído de los aldeanos, vivía, enferma, en Beirut. Aquella muchacha que sólo ayer moraba entre los árboles y los valles, lejos del sufrimiento, estaba padeciendo las penalidades del hambre y del dolor en la gran ciudad. La muchacha huérfana que había pasado su niñez en diálogo con la naturaleza, cuidando de las vacas en los hermosos prados, había sido arrastrada por la marea de la corrupta civilización, para convertirse en presa de la miseria y el in­fortunio.

Al pasar estas ideas por mente, el niño seguía mirán­dome, como si viera con los ojos de su inocente espíritu el sufrimiento de mi corazón.

El muchachito hizo ademán de retirarse, pero yo le tomé la mano y le dije:

-Llévame donde está tu madre; quiero verla.

Me condujo por las calles, caminaba delante de mí silen­cioso y asombrado. De vez en cuando miraba hacia atrás, para comprobar si verdaderamente yo lo iba siguiendo. Sen­tía temor y pena. Caminé por sucias callejuelas donde el aire estaba turbio con el aliento de la muerte, y pasamos por casu­chas donde los hombres viciados se entregaban a malas accio­nes tras las cortinas de la noche. Pasamos por callejones donde el viento silbaba como una serpiente, y yo caminaba detrás de aquel muchachito de tiernos años, de inocente corazón y mudo valor. Tenía el valor de los que están familia­rizados con la maldad de una ciudad que en el Medio Oriente se conoce como "la novia de Siria", y "la perla de la corona de reyes". Por fin, llegamos a un suburbio miserable, y el muchachito entró en una morada humildísima, a la que el paso de los años había convertido en lastimosas ruinas.

Entré, detras de él, sintiendo que mi corazón latía apre­suradamente. Me vi en medio de un cuartucho en donde el aire era húmedo. Por todo mueble había una lámpara cuya débil, luz cortaba la oscuridad con amarillentos rayos, y un camstro cuya apariencia hablaba de la más extremada po­breza, de abandono y necesidad. En aquel camastro dormía una, mujer con el rostro vuelto hacia la pared, como si en ella quisiera refugiarse de las crueldades del mundo; o acaso viera en las carcomidas piedras un corazón más tierno y compasivo que el de los hombres. El niño se acercó a la mujer, gritando:

- ¡Madre! ¡Madre!

La mujer se volvió hacia nosotros y vio al niño, que me señalaba. Hizo un movimiento defensivo bajo los harapos que la cúbrían, y con voz amarga por los sufrimientos de un espí­ritu en agonía, exclamó:

¿Qué quieres de mí, hombre? ¿Vienes a comprar los últimos restos de mi vida, para saciar tu sed de placer? Apár­tate de mí, pue las calles están llenas de mujeres dispuestas a vender sus cuerpos y sus almas a bajo precio. Yo no tengo que vender sino unos cuantos suspiros, que pronto comprará la muerte con la paz de la tumba.

Me acerqué a su lecho. Las palabras de aquella mujer lle­garon a lo más profundo de mi corazón, porque eran el final de un relato triste. Le hablé, deseando que mis sentimientos fluyeran junto con mis palabras:

-No tengas temor-de mí, Marta. No he venido a verte como una bestia de rapiña, sino como un hombre triste. Soy del Líbano y he vivido mucho tiempo entre esos valles y aldeas, cerca de los bosques de cedros. No temas nada, Marta. La mujer escuchó mis palabras y supo que surgían de la profundidad de un espíritu que lloraba junto con ella, pues tembló en su lecho como una rama desnuda ante el viento in­vernal. Se llevó las manos a la cara, como si quisiera ocultarse de aquel triste recuerdo, aterrador en su dulzura y amargo en su belleza. Tras un silencio y un suspiro, volvió a aparecer su rostro entre los hombros temblorosos. Vi sus ojos hundidos que parecían mirar algo invisible allí, en el vacío de aquella habitación, y vi que sus labios temblaban con desesperación. En su garganta roncaba ya la muerte, con un profundo y las­timoso lamento. Luego, habló con acento de súplica, debili­tado por el dolor:

-Has venido aquí movido- por la bondad y la compasión, y si es verdad la compasión por los pecadores es un acto pia­doso, y si la compasión por los que se han extraviado es meri­toria, el Cielo te recompensará. Pero te ruego te alejes de aquí y vuelvas al lugar de donde vienes, pues tu presencia en este sitio arrojará, vergüenza sobre ti, y tu compasión por mí, te valdrá insultos y desprecio. Vete, antes de que alguien te vea en este cuarto manchado por los cerdos. Camina con premura y tápate el rostro con tu capa, para que ningún transeúnte pueda reconocerte. La compasión que sientes no me devol­verá mi pureza, ni borrará mi pecado, ni apartará la poderosa mano de la muerte, que ya pesa sobre mí. Mi maldad y mis culpas me han. arrojado a estas negras profundidades. Que tu compasión no te 'acarree escarnio. Soy una leprosa que vive entre las tumbas. No te acerques a mí para que la gente no te considere sucio y se aparte de ti. Vuelve ahora a aquellos sagrados valles; más no menciones mi nombre, pues el pastor rechazará a la oveja enferma, para que no se contaeie su re­baño. Y si algún día debes mencionarme, di que Marta, mujer del pueblo de Ban, ha muerto; no digas nada más.

Luego, tomó las manecitas de su .hijo, Y las besó triste­mente. Suspiró, y volvió a hablar:

-La gente mirará a mi hijo con desprecio y burla, di­ciendo que es un retoño del pecado; dirán que es el hijo de Marta, la ramera; el hijo de la vergüenza y del azar. Dirán de el cosas peores, pues la gente es ciega, y no verá que su madre ha purificado su niñez con dolor y con lágrimas, y que le ha. dado la vida con su tristeza y su infortunio. Moriré, dejándolo huérfano entre los hijos de la calle, solo en su exis­tencia, sin piedad, con un terrible recuerdo como única he­rencia. Si es cobarde y débil, se avergonzará de este recuerdo; pero si es valeroso y justo, su sangre circulará con orgullo. Si el Cielo lo preserva y le da fuerzas para llegar a ser un hombre, el Cielo lo ayudará para luchar contra quienes le han hecho daño a él, y a su madre. Pero si muere y lo liberan del peso de los años, me encontrará en el, más allá, donde todo es luz y reposo, esperando su llegada.

Mi corazón me inspiró estas palabras;

-No eres leprosa, Marta, aunque hayas morado entre las tumbas. No eres impura, aunque la vida te haya colocado en las manos de los impuros. La impureza de la carne no puede llegar al espíritu puro, y los copos de nieve no pueden matar a las vivinetes semillas. ¿Qué es la vida, sino una era de tris­tezas donde las espigas de las almas se esparcen antes de dar fruto? Tengamos piedad del trigo que no cae en la era, pues la:s hormigas de la tierra se lo llevarán, y las aves del Cielo se lo llevarán, y ese trigo no entrará en los graneros del dueño del campo.

"Eres víctima de la opresión, Marta, y quien te ha opri­mido nació en un palacio, y es grande por su riqueza, pero de alma pequeña. Eres perseguida y despreciada, pero más vale que una persona sea la oprimida, y no la opresora; y es mejor ser víctima de los instintos humanos, que ser poderoso para aplastar las flores de la vida y desfigurar las bellezas del senti­miento con los malos deseos. El alma es un eslabón en la ca­dena divina. El calor de la vida puede torcer este eslabón y destruir la belleza de -su redondez, pero no puede transfor­mar su oro en otro metal; antes bien, el calor puede hacer que el preciosos metal brille más. Pero ay de. aquel que sea débil, y que permita que el fuego lo consuma y lo convierta en ceni­zas para que los vientos las esparzan sobre la faz del desierto. Sí, Marta, eres una flor aplastada por la plata del animal que se oculta en el ser humano. Pesados pies han pasado sobre ti y te han abatido, pero no han aniquilado esa fragancia que sube con el lamento de las viudas y el lloro de los huérfanos, y el suspiro de los pobres hacia el Cielo, fuente de la justicia y de la misericordia. Que te sirva de consuelo, Marta, saber que eres la flor aplastada, y no el pie que la ha aplastado.

Marta me había escuchado atentamente, y en su rostro brillaba un poco de consuelo, como las nubes cuando las iluminan los suaves rayos del sol poniente. Me invitó a sen­tarme al lado de ella. Así lo hice, tratando de leer en sus elo­cuentes facciones las ocultas sombras de su triste espíritu. Tenía la mirada de los que saben que están a punto de morir. Era la mirada de una muchacha aún en la primavera de la vida, que siente los pasos de la muerte aproximándose a su lecho. La mirada de una mujer olvidada, que hacía poco ca­niinaba`por los hermosos valles del Líbano, llena de vida y energía, y que en aquel momento, exhausta, sólo esperaba la liberación de los lazos de la existencia.

Tras un silencio conmovido, aquella mujer reunió sus últimas fuerzs y empezó a hablar; y sus lágrimas dieron un significado más profundo a sus palabras, pues parecía poner el alma en cada débil sollozo, y me dijo:

-Sí, soy una mujer oprimida; soy la presa del animal que vive en el hombre; la flor pisoteada... Yo estaba sentada al borde del arroyo, cuando él pasó, a caballo. Me habló ama­blemente y dijo que era yo hermosa, que me amaba y que nunca me olvidaría. También dijo que los grandes espacios eran sitios desolados, y que los valles eran la morada de las aves y de los chacales... Me tomó en sus brazos, me atrajo hacia su pecho, y me besó. Hasta entonces no conocía yo el sabor de los besos, pues era yo una huérfana desamparada. Me subió a la grupa de su caballo y me llevó a una hermosa casa solitaria. Allí me dio vestidos de seda, y perfume, y ricos manjares... Todo esto lo hizo sonriendo, -pero detrás de sus palabras dulces y de sus ademanes amorosos ocultaba su ujuria y sus deseos animales. Y cuando estuvo satisfecho con mi cuerpo y con la humillación de mi espíritu, se fue, dejándome una viva llama que fue creciendo suavemente. Luego, caí en esta oscuridad, fuente de dolor y amargas lágrimas... Así la vida se dividió para mí en dos partes: una débil y desamparada, y la otra más pequeña, que lloraba en los silencios de la noche, buscando volver al gran vacío. En aquella casa solitaria mi opresor nos dejó a mí y a mi niño de brazos, entregados a las crueldades del hambre, del frío y de la soledad. No teníamos más compañero que el, miedo, ni más consuelo que el llanto. Los amigos de aquel hombre acudieron a verme, y se dieron cuenta de mis necesi­dades y de mi debilidad. Acudieron uno tras otro, con la intención . de comprarme con riquezas y de darme pan a cambio de mi honor... ¡Ah!, muchas veces estuve a punto de­liberar a mi espíritu con mi propia mano, per¿ no lo hice, porque mi vida ya no me pertenecía a mí sola; era también de mi hijo, que el cielo había apartado de su reino, así como la vida me había apartado y hundido en las profundidades del abismo.:: Y ahora, está cercano él momento en que mi novio, el espíritu de la muerte, vendrá por mí tras larga ausencia, para llevarme a su blando lecho.

Después de un profundo silencio que fue como la presen­cia de invisibles espíritus, alzó la mirada hacia mí, una mirada en la: que ya se observaban las sombras de la muerte, y con dulce voz continuó:

- ¡Oh, justicia, que estás oculta, tras estas imágenes ate­rradoras! Tú, y sólo tú puedes oír el lamento de mi espíritu que se va, y el clamor de mi corazón abandonado. A ti solo te pido que tengas piedad de mí, para que con tu mano derecha protejas a mi hijo, y con la izquierda recibas mi espíritu.

Sus fuerzas menguaron y su respiración se hizo más débil. Miró a su hijo con dolorosa y tierna mirada, y luego bajó los ojos lentamente, y con voz que casi era un silencio, empezó a recitar:

-Padre nuestro, que estás en los cielos...

Dejó de oírse su voz, pero sus labios siguieron moviéndose un rato. Luego, todo movimiento abandonó a su cuerpo. Recorrió un estremecimiento a aquella mujer, suspiró por última vez, y su rostro se volvió intensamente pálido. El espíritu abandonó el cuerpo, y los ojos siguieron mirando lo invisible.

Al llegar el alba, el cuerpo de Marta fue puesto en un ataúd de madera, y llevado en hombros por dos personas de condición humilde. La enterramos en un campo desierto,

muy lejos de la ciudad, pues los sacerdotes no quisieron orar sobre -aquellos restos, ni permitieron que los huesos -de Marta reposaran en el cementerio, donde las cruces son centinelas de las tumbas. No hubo más dolientes que acompañaran el cadáver hasta aquella alejada fosa que el hijo de Marta, y otro muchacho, al que las adversidades de la existencia le habían enseñado á ser compasivo.

EL POLVO DE LAS EDADES

Y EL FUEGO ETERNO

Era una noche silenciosa y todo ser viviente dormía en la Ciudad del Sol. Las lámparas de las casas esparcidas alrededor de los grandes templos, entre olivos y laureles, se habían apa­gado hacía mucho. La luna se alzaba en el horizonte, ba­ñando con sus rayos la blancura de las altas columnas de már­mol que se erguían como gigantescos centinelas en la noche tranquila, custodiando los santuarios de los dioses. Estos cen­tinelas parecían mirar asombrados y temerosos hacia los picos del Líbano, que más allá se alzan majestuosos en las distantes alturas.

En aquella hora mágica que transcurría entre los espíritus de quienes dormían y los sueños del infinito, Natán, hijo del gran sacerdote, entró en el templo de Astarté. Llevaba en la mano temblorosa una antorcha, con la que encendió las lám­páras y los incensarios. Se- alzó sexi el aire el dulce olor del incienso y de la mirra, y la imagen de la diosa estaba ador­nada con un delicado velo, como el velo del deseo y la ansie­dad que envuelve el corazón humano. Nátán se postró ante el altar recubierto de marfil y oro, alzó las manos en ademán de súplica., y dirigió los ojos llenos de lágrimas hacia el cielo. Con voz ahogada por el dolor y rota por lastimeros sollozos exclamó:

- ¡Piedad, oh gran Astarté! ¡Piedad, oh diosa del amor y de la belleza! Ten piedad de mí y aparta la mano de la muerte de, mi amada, a la que mi alma ha escogido para cumplir tu voluntad. Las, pociones y los polvos de los médicos no han surtido efecto, y los conjuros de los sacerdotes y de los sabios han sido en vano. Sólo me queda recurrir a tu sagrado nom­bre, para que me ayudes y me socorras. Escucha mi plegaria; mira mi contrito corazón y la agonía de mi espíritu, y per­mite que la que es parte de mi alma, viva para que podamos regocijarnos en los secretos de tu amor, y exultar en la be­lleza de la juventud, que proclama tu gloria... Desde las profundidades de mi ser clamo a ti, sagrada Astarté. De la oscuridad de esta noche busco la protección de tu miseri­cordia... ¡Escucha mi súplica! Soy tu siervo Natán, hijo de Hiram el sacerdote, que ha dedicado su vida al servicio de tu altar. Amo a una doncella a la que he escogido entre todas, pero los espíritus malignos han soplado en ella, en su her­moso cuerpo, el aliento de una extraña enfermedad. Han enviado al mensajero de la muerte para que la conduzca a sus encantadas cuevas. Este mensajero está ahora rugiendo como una bestia hambrienta cerca de su lecho. extendiendo sus negras alas sobre ella, y extendiendo sus garras para arran­carla de mi lado. Por eso he venido a suplicarte. Ten piedad de mí y déjala vivir. Es una flor que aún no ha vivido el ve­rano de su existencia; un pajarillo cuyos trinos gozosos que saludan a la aurora se han interrumpido. Sálvala de las garras de la muerte, y te cantaremos alabanzas y quemaremos ofren­das para gloria de tu nombre. Traeremos víctimas a tu altar, y llenaremos tus vasos con vino y dulce aceite aromático, y esparciremos en tu tabernáculo rosas y jazmines. Ante tu imagen, quemaremos incienso y agradable áloe... ¡Sálvala, oh diosa de los milagros, y permite que el amor conquiste a la muerte, pues tú eres la reina del amor y de la muerte.

Natán dejó de hablar un momento, llorando y suspirando en su profundo .dolor. Luego continuó:

- ¡Ay de mí, sagrada Astarté! Mis sueños son pesadillas, y el último aliento de mi vida se está aproximando; mi cora­zón está muriendo dentro de mí, y mis ojos se llenan de ardientes lágrimas. Sosténme con tu compasión y deja que mi amada péermanezca conmigo.

En aquel -momento, uno de los esclavos de Natán entró en el templo, se acercó lentamente a él, y le susurró al oído: -Señor, ella ha abierto los ojos, y te busca, pero no te ve. He venido por ti, pues te llama constantemente.

Natán se levantó y salió del templo con paso apresurado, seguido de cerca por su esclavo. Al llegar a su palacio, entró en la habitación donde yacía la joven enferma, y se detuvo á su cabecera. Le tomó la delgada mano y se la besó muchas veces, como si quisiera infundir nuevo aliento en aquel cuerpo enflaquecido. Volvió ella el rostro, que había estado oculto entre cojines de seda, lo miró, y en los labios de la enferma apareció la sombra de una sonrisa, lo único vivo que había quedado de aquel hermoso cuerpo; era como el último rayo de luz de un espíritu que ya se desprendía; como el. eco de un lamento en un corazón que sentía próximo el fin. Habló, y su aliento era como el tenue sollozo de un niño hambriento.

-Los dioses me llaman, esposo de mi alma, y la muerte ha llegado para separarme... No sientas pesar, pues la vo­luntad de los dioses es sagrada, y las demandas de la muerte son justas... Me voy ahora, pero las copas gemelas del amor y de la juventud aún están llenas en nuestras manos, y las sen­das de la vida gozosa se extienden ante nosotros... Me voy, amado mío, a la región de los espíritus, pero volveré a este mundo. Astarté devuelve a esta vida las almas de los amantes que se van a lo infinito antes de probar las delicias del amor y las alegrías de la juventud... Volveremos a encontrarnos, Natán, y juntos beberemos el rocío de la mañana en las copas de los narcisos, y nos regocijaremos al sol con los pájaros de los campos... ¡Hasta pronto, amado mío!

La voz de la muchacha se convirtió en un susurro, y sus labios empezaron a temblar como los pétalos de una flor con la brisa de la aurora. Natán la abrazó, mojando su cuello con amargas lágrimas. Al tocar los labios de Natán la boca de la muchacha, la sintió fría como el hielo. Lanzó el joven un te­rrible grito, rasgó sus vestiduras, y se arrojó sobre aquel cuerpo muerto, mientras el espíritu de Natan, en su agonía, estaba suspendido entre el profundo mar de la vida y el abismo de la muerte.

En la calma de aquella noche temblaron los párpados de los que antes dormían, y las mujeres del barrio sollozaron, y las almas de los niños sintieron miedo, pues la oscuridad y el silencio se llenaron de agudos lamentos, que se alzaron del palacio del sacerdote de Astarté. Al llegar la mañana, la gente buscó a Natán para consolarlo en su aflicción, pero no lo encontró.

Muchos días después, al llegar la caravana de Oriente, el guía relató que había visto a Natán allá lejos, en el desierto, vagando como un alma en pena, entre las gacelas.

Pasaron los siglos, y los pies del tiempo derrumbaron las obras de las edades. Los antiguos dioses se ausentaron de la tierra, y otros dioses los sustituyeron; eran dioses de furia, ávidos de ruinas y destrucción. Arrasaron el hermoso templo de la Ciudad del Sol, y destruyeron sus hermosos palacios. Sus otrora verdes jardines se secaron, y los fértiles campos se convirtieron en tierras desoladas. En aquel valle sólo que­daron ruinas, espectros del ayer que recordaban el débil eco de salmos cantados a las pasadas. glorias. Pero las edades, al pasar y barrer las obras del hombre, no pueden destruir sus sueños, ni debilitar sus más hondos sentimientos y emo­ciones; los sentimientos y las emociones son perdurables, como el espíritu inmortal. Acaso se escondan a veces; pero sólo se ocultan temporalmente, como el sol en el ocaso, o como la luna, cuando se acerca la mañana.

El día estaba muriendo, la luz se desvanecía mientras el sol recogía sus ropajes de las llanuras de Baalbek. Alí Al­Husaini conducía su rebaño hacia las ruinas del templo, y se detuvo para sentarse en las caídas columnas. Parecían las costillas de un soldado que se hubieran dejado allí hacía mucho tiempo, rotas en la batalla y desnudadas por los ele­mentos. Las ovejas se reunían en torno de él, paciendo, y sintiéndose protegidas por las melodías de su flauta.

Llegó la medianoche, y los cielos arrojaron las semillas del mañana en sus oscuras profundidades. Los párpados de Alí se. sintieron cansados de los espectros de la vigilia. Su mente estuvo fatigada de las procesiones de seres imagina­rios, marchando en el silencio profundo, entre aquellos muros en ruinas. Apoyó su cabeza en el brazo al sentir que el sueño se deslizaba por todo su cuerpo y suavemente cubría su insomnio con los pliegues de su velo, como una niebla ligera cuando toca la superficie de un calmado lago.

Olvidó así su ser terrestre-, y vio su ser espiritual; su ser oculto se llenó de ensueños que trascienden las leyes y las enseñanzas de los hombres. Apareció ante sus ojos una extraña visión, y se le revelaron las cosas ocultas. Su espíritu se desprendió de la procesión del tiempo que se apresura hacia la nada. Se erguió solitario ante las cerradas filas de pensamientos y encontradas emociones. Supo, o intuyó, por primera vez, las causas del hambre espiritual qúe ator­mentaba a su juventud. Era un hambre en la que se conju­gaban todas las amarguras y todas las dulzuras de la exis­tencia. Era una sed que hacía surgir en un solo grito la ansiedad y la serenidad de la plenitud. Era un anhelo que aun toda la gloria de este mundo no puede opacar, y el curso de la vida no lo puede ocultar.

Por primera vez en su existencia, Alí Al-Husaini sintió una extraña sensación ante las ruinas de aquel templo. Fue una sensación sin forma, el recuerdo de incienso saliendo de los incensarios. Un sentimiento obsesivo que tocaba las fibras de su espíritu como los dedos del músico, las cuerdas de su laúd. Y surgía aquella sensación del ámbito de la nada; o acaso de sí mismo... Fue creciendo la sensación hasta que abrazó todo su ser espiritual. Sintió su alma invadida por un éxtasis -parecido a la muerte, en su oscuridad y en su dul­zura, con un'dolor grato en su amargura, acariciador en su dureza. Era algo que surgía de los vastos espacios de un minuto de duermevela. Un minuto que dio nacimiento a las formas de todas las edades, así como todas las naciones nacen de una semilla.

Alí miró el templo en ruinas, y su fatiga dio lugar a un despertar del espíritu. Percibió claramente, en su forma ori­ginal, las ruinas del altar, y los lugares de las columnas caídas, y las bases de los muros derribados. Sus ojos se deslumbraron, y su corazón latió con fuerza; como si un ciego recobrara la vista, de pronto, y empezó a ver, y reflexionó. Y de aquel caos de pensamientos confusos, mezclado con la reflexión nacieron los fantasmas del recuerdo, y lo recordó todo. Re­cordó aquellos pilares cuando se erguían majestuosos y or­gullosos; recordó las lámparas de plata y los incensarios rodeando la imagen de una diosa reverenciada. Recordó a los venerables sacerdotes llevando sus ofrendas ante el altar re­cubierto de marfil y oro. Recordó a las doncellas cantando alabanzas a la diosa del amor y de la belleza. Recordó todo aquello con certera claridad. Sintió que las figuras de las cosas dormidas cobraban vida, en los silencios de su pro­fundo ser. Pero el recuerdo sólo le trajo formas confusas, y el'recuerdo sólo nos trae los ecos de las voces que una vez oímos. Era más que un recuerdo; ¿cuál era el lazo de unión que juntaba esos recuerdos de una vida pasada, de un joven criado entre las tiendas, que había vivido la prima­vera de su existencia cuidando de su rebaño en los valles salvajes?

Alí se levantó y caminó entre las ruinas y las piedras rotas. Aquellos distantes recuerdos alzaron el velo del olvido en los ojos de, su mente, como cuando una mujer aparta una telaraña de su espejo. Así, pensando en estas cosas, llegó al centro mismo del templo, como si una atracción mágica hubiera guiado sus pasos. Y de pronto, vio ante él una esta­tua rota, que yacía en el suelo. Involuntariamente, se pos­tró ante aquella imagen. Los sentimientos religiosos fluían en el interior de él, como la sangre de una herida abierta; sus latidos eran como las olas del mar, al levantarse y caer. Lanzó un suspiro, sintiéndose humilde y reverente, y lloró Alí, pues sintió una desoladora pena, una soledad inmensa, y una distancia aniquiladora, que separaban a -su espíritu de aquel espíritu de belleza que estaba a su lado antes de vivir su vida actual. Sintió su esencia misma, como parte de una llama que Dios había separado de su ser antes del principio de los tiempos. Sintió el aleteo leve del alma en sus huesos presa de la fiebre,, y en las silentes células de su cerebro sintió que un potente y sublime amor se apoderaba de su alma y de su corazón. Un amor que revelaba al espí­ritu las cosas ocultas del espíritu, y que separaba con su poder a la mente de las regiones de las medidas y de la pesantez. Un amor que oímos hablar cuando las lenguas de la vida están silentes; que contemplamos como un pilar erguido, como una columna de fuego, cuando la oscuridad oculta a todo ser y a toda cosa. Este amor y este ser infinito habían descendido al espíritu de Alí, y habían despertado en él sentimientos amargos y dulces a la vez, así como el sol da a las flores hermosura, pero también espinas.

¿Qué es este amor? ¿De dónde viene? ¿Qué pide a un joven que reposa junto a su rebaño entre los templos en rui­nas? ¿Qué es ese vino que fluye por las venas de aquel a quien dejaron indiferente las hermosas doncellas?

¿Qué significaba ese amor y de donde provenía? ¿Qué quería Alí, que sólo se ocupaba de sus ovejas y de tocar la flauta, apartado de los hombres? ¿Acaso era algo sembrado en su corazón por las bellezas terrestres, sin que sus sentidos se hubieran dado cuenta? ¿O acaso era una brillante luz cu­bierta por el velo de la niebla, y que empezaba a iluminar el vacío de su alma? ¿O acaso era un sueño que habla llegado en la quietud de la noche para burlarse de él, o bien una verdad que había existido y existirá desde el principio hasta el fin de los tiempos?

Alí cerró los ojos llenos de lágrimas y extendió las manos como un mendigo en busca de piedad. Sintió que su espíritu temblaba, de ese temblor salieron sollozos que al mismo tiempo eran quejas y fuego de ansiedad. Con voz casi inaudi­ble como un tenue suspiro, Alí preguntó:

-¿Quién eres tú, que estás tan cerca de mi corazón sin que te puedan ver mis ojos, separándome de mí mismo, y uniendo mi presente a las distantes y olvidadas edades? ¿Eres unaninfa, un espíritu que llega desde el mundo de los inmor­tales para hablarme de la vanidad de la vida y de la fragilidad de la carne? ¿Acaso eres el espíritu de la reina de los genios que ha salido del seno de la tierra para esclavizar mis sentidos y convertirme en la risa de los jóvenes de mi tribu? ¿Quién eres tú, y que es esta tentación, que avanza sin obstáculos' y destruye, apoderándose de mi corazón? ¿Qué sentimientos son éstos que me llenan de fuego y de luz? ¿Quién soy yo, y quién es este nuevo ser al que llamo "yo", pero que es extran­jero para mi mismo? ¿Acaso la fuente de la vida que absorbo con las partículas del aire y yo mismo nos hemos convertido en un ángel que ve y oye todas las cosas secretas? ¿Acaso estoy ebrio con el aliento del Demonio, y estoy ciego a las. cosas reales? ,

Alí permaneció callado largo rato; su emoción cobró fuerza y su espíritu pareció crecer. Luego, .volvió a hablar, y dijo:

- ¡Oh tú, que te revelas al espíritu y te acercas a él, oculto en la noche y distante, oh hermoso espíritu que vagas en- los espacios de mis sueños, has despertado en mí senti­mientos que dormían como semillas de flores ocultas bajo la nieve, y que has pasado como una brisa, vehículo del aliento de los campos. Has tocado mis sentidos hasta hacerlos entre= mecerse como las hojas de un árbol. Deja que te vea, si acaso tienes cuerpo y sustancias. Ordena al sueño que cierre mis arpados, para que pueda verte en mi sueño, si estás libre de las ataduras de la tierra. Déjáme tocarte; deja que oiga tu voz. Aparta el velo que cubre todo mi ser y destruye la tela que oculta lo que hay en mí de divino. Dame alas, para que pueda­volar en pos de ti hasta las regiones en que se reúnen los es­píritus si eres un habitante de esas regiones. Toca con tu magia mis párpados, y te seguiré hasta los secretos lugares donde moran los buenos genios, si eres una de las ninfas. Co­loca tu mano invisible en mi corazón, y llévame, si tienes el poder de hacer que te sigan tus elegidos.

Así susurró Alí en los oídos de la. oscuridad las palabras que surgían del eco de una melodía en las profundidades de su corazón. Entre su visión y lo que le rodeaba flotaban los fantasmas de la noche, como incienso que saliera de sus ar­dientes lágrimas. Y en las paredes del templo aparecieron mágicas pintuaras coloreadas con los tonos del arco iris.

Así transcurrió una hora. Sintió regocijo en medio de sus lágrimas y se alegró en medio de su pena; escuchó los latidos de su corazón y miró más allá de todas las cosas sensibles, como si las formas de esta vida se fueran borrando, y en,su lugar apareciera un maravilloso sueño lleno de belleza y de imponentes imágenes. Como un profeta que mira los astros de los cielos buscando inspiración divina, Alí esperó los próximos minutos. Su respiración anhelante se convirtió en un calmado aliento y su espíritu pareció salir de él y vagar en torno de él, y luego retornar, como si estuviera buscando entre aquellas ruinas el espíritu de un ser querido.

Despuntó la aurora y el silencio tembló al paso de la brisa. Los vastos espacios sonrieron como aquel que duerme y ve en sueños la imagen del ser amado. Surgieron pajarillos de las grietas de las ruinosas paredes y avanzaron entre los pilares, cantando, y llamándose, y saludando la llegada del día. Alí se puso en pie y se llevó la mano a la frente con fiebre; luego, miró en torno de él como quién no sabe en dónde está. Luego, como Adán al abrir los ojos con el aliento de Dios, miró ante él, maravillado. Se acercó a sus ovejas y las llamó; éstas se levantaron, se sacudieron y trotaron calmadamente detrás de él hacia los verdes pastizales.

Alí caminó al frente de su rebaño, con los grandes ojos fijos en la serena atmósfera. Sus sentidos interiores huyeron de la realidad, para revelarle los secretos y las cosas ocultas de la existencia; para, hacerle ver lo que había sucedido en las edades pasadas y lo que todavía tenía que ocurrir, y la visión fue como un relámpago que le hizo olvidarse de todo y volver a su angustia y a su vago anhelo. Y encontró entre él mismo y el espíritu de su espíritu un velo como una pan­talla entré el ojo y la luz. Suspiró, y pareció surgir una llama de su ardiente corazón.

Llegó al arroyo cuyos murmullos proclamaban los se­cretos de los campos, y se sentó en su orilla, debajo de un sauce cuyas ramas se sumergían en el agua, como si quisie ran succionar la dulzura del líquido elemento. Las ovejas pacían cerca de él, y el rocío de la mañana resplandecía en la blancura de los vellocinos.

Al cabo de un minuto, Alí volvió a sentir que se acele­raban los latidos de su corazón y volvió a sentir también la inquietud de su espíritu. Como aquél que despierta a los rayos del sol, volvió la mirada en torno de él y vio que una muchacha que llevaba un cántaro en el hombro surgía de entre los árboles. Lentamente, la joven caminaba hacia el arroyo; sus pies descalzos estaban húmedos de rocío, y cuando se aproximó al borde del arroyo miró hacia la ribera opuesta, y su mirada se encontró con la de Alí. La joven lanzó un grito, dejó caer el cántaro al suelo y retrocedió unos pasos. Era la actitud de quien vuelve a encontrar a al­guien que se había extraviado.

Pasó un minuto, cuyos segundos fueron como lámparas que alumbraban el camino entre ambos corazones, se creó del silencio una extraña melodía que envolvió a ambos jóvenes en el eco de vagos recuerdos, y que los llevó a otro sitio, rodeados de sombras y de figuras, muy lejos de aquel arroyo y de aquellos. árboles. Se miraron uno al otro con implorantes miradas, y cada uno encontró favor en los ojos del otro, y escuchó los suspiros del otro con los oídos del amor.

Se comunicaron en todas las lenguas del espíritu, y cuando la plena comprensión y el pleno coríocimiento es­tuvo en sus dos almas gemelas, Alí cruzó el arroyo, como guiado por un invisible poder. Se acercó a la muchacha, la abrazó, y le besó los labios, el cuello y los párpados. La joven permaneció inmóvil en brazos de Alí, como si la dulzura de aquel abrazo le hubiera robado la voluntad, y como si aque­llas caricias tiernas le hubieran quitado toda su fuerza. Se entregó a las caricias como la fragancia del jazmín a las co­rrientes de aire. Apoyó la cabeza en el pecho de su amado, como un ser lleno de fatiga y que al fin encuentra el reposo, y suspiró profundamente, con un suspiro que expresó el nacimiento de la dicha y de la calma en un corazón solitario, y que expresó también el palpitar de la vida que había estado durmiendo, y que en ese momento despertaba. La joven alzó la cabeza y miró a los ojos de su amado, con esa mirada que no necesita del lenguaje habitual de los hombres y que elige el silencio para expresar el amor; era el lenguaje del espí­ritu; era la mirada de quien no se conforma con que el amor sea un alma prisionera en el cuerpo de las palabras.

Ambos amantes caminaron entre los sauces, y la indivi­dualidad de cada uno fue un lenguaje de dos individualidades fundidas en un solo ser; y los oídos escucharon en silencio la inspiración del amor, y los ojos contemplaron la gloria de la felicidad. Las ovejas los seguían, mordisqueando las flores y las hierbas, y los pajarillos surgían de todas partes, acompañándolos con trinos encantadores.

Al llegar los dos amantes al otro extremo del valle, el sol ya había salido por completo, extendiendo en las alturas un manto dorado. Tomaron asiento en una roca que protegía con su sombra a unas tímidas violetas. La muchacha fijó la mirada en los negros ojos de Alí, mientras la brisa jugaba con los cabellos del joven, y era como si unos labios invisi­bles la estuvieran besando. Sentía que unos dedos mágicos le acariciaban la lengua y los labios, avasallando su voluntad. Al cabo de un rato, la muchacha habló y dijo, con una dul­zura que casi fue una herida en el alma de Alí:

-Astarté ha hecho que nuestras almas regresen a esta vida, amado mío, para que las delicias del amor y la gloria de la juventud no nos sean extrañas.

Alí cerró los ojos, porque la música de aquellas palabras cristalizaron las formas de un sueño que había tenido a me­nudo. Sintió que invisibles alas lo transportaban lejos de aquel sitio, hasta un recinto de extraña forma. Allí se vio a sí mismo en pie, al lado de un lecho en el que yacía el cuerpo de -una hermosa mujer, cuya belleza se había llevado la muerte al quitarle el calor de los labios. Gritó, angustiado, al contemplar aquella horrible escena. Luego, abrió los ojos y vio a la doncella, sentada al lado de él; en aquellos labios había una sonrisa de amor, y en` aquella mirada fulgu­raban los rayos de la vida. El rostro de Alí se iluminó, su espíritu se sintió reconfortado, huyeron las visiones aterra­doras, y se olvidó del pasado y del futuro...

Los amantes se abrazaron y bebieron el vino dedos besos hasta satisfacer su sed de amor. Durmieron uno en brazos del otro hasta que las sombras se disiparon, y hasta que el calor del sol los despertó.

YUHANNA EL LOCO

I

Durante el verano, Yuhanna salía todas las mañanas a los campos, conduciendo sus bueyes y llevando al hombro el arado, mientras escuchaba los trinos de los pájaros y el mur mullo del viento en las hojas de los árboles. A mediodía se sentaba a orillas del danzante riachuelo que se abría paso entre los verdes prados, y allí comía, dejando siempre los restos de su comida en la hierba, para los pajarillos. Por las tardes, al ocultarse el sol y llevarse la luz del día, volvía a su humilde morada, en las colinas, desde donde podían verse las aldeas del norte del Líbano. Allí, se sentaba a la mesa en compañía de sus ancianos padres, y escuchaba en silencio su conversación, y sus comentarios sobre los acontecimientos diarios, y poco a poco se apoderaba de él un sueño reparador.

Durante el invierno se sentaba junto al fuego de la chime­nea y escuchaba los suspiros del viento y el grito de los ele­nentos, observando cómo una estación del año sucede a la otra. Miraba desde su ventana los valles cubiertos con su manto de nieve, y los árboles desprovistos de hojas, como una multitud de menesterosos abandonados al intenso frío y a los vientos huracanados. En las largas noches invernales permanecía despierto mucho tiempo después de que sus padres se habían retirado á dormir. Y abría un viejo arcón de madera, del que sacaba el libro de los evangelios, para leerlo en secreto al débil resplandor de una lámpara, y de cuando en cuando miraba en dirección de su padre dormido, que le había prohibido leer el santo libro. La prohibición obedecía a que los sacerdotes no permitían a la gente, sen­cilla e ignorante asomarse a los secretos de las enseñanzas de Jesús. Y si leían el libro, la iglesia los excomulgaba. Así pasaba Yuhanna los días de su maravillosa juventud, entre aquellos campos de maravillosa belleza y el libro de Jesús, lleno de luminosas enseñanzas y de valores espirituales. Siempre que hablaba su padre, Yuhanna permanecía silen­cioso, escuchándolo con respeto. A veces, se sentaba entre sus compañeros jóvenes como él, y también permanecía si­lencioso, mirando por encima de ellos la línea en donde la luz crepuscular tocaba el azul del cielo. Siempre que iba a la iglesia volvía de ella sientiendo tristeza, porque las enseñan­zas que se impartían desde el púlpito y desde el altar no eran como las que él leía en los Evangelios. Además, Yuhanna observaba que la vida de los fieles y de los pastores espiritua­les no era la hermosa vida de la que había hablado Jesús el Nazareno.

Volvió la primavera a los campos y a los prados, y la nieve se fundió. En las cumbres de las montañas quedó todavía un poco de nieve, que después se derritió también y corrió por las laderas convertida en arroyo que serpenteaba por los bajos valles. Pronto los riachuelos se juntaron hasta formar ríos más anchos, cuyos torrentes anunciaban a todos que la Naturaleza había despertado de su sueño. Los manzanos y los nogales florecieron, y los álamos y los sauces adquirieron nuevas hojas; en las alturas surgió la verde hierba y se abrieron las flores. Yuhanna se hastió de su existencia junto a la chi­menea; el ganado se inquietaba en el establo, ávido de verdes pastos, pues la provisión de paja y centeno ya casi se había acabado. Así pues, Yuhanna liberó al ganado de su encierro y lo condujo a campo abierto. Llevó su Biblia oculta bajo la capa, parra que nadie la viera, y llegó al prado cercano al ex­tremo del valle, contiguo a los campos de un monasterio que alzaba su negra silueta como una torre entre las cuestas de las colinas. Allí, el ganado se dispersó a pastar. Yuhanna se sentó, apoyando la espalda en una roca, y contempló el valle en toda su belleza, mientras, de tiempo en tiempo, leía el libro que le hablaba del reino de los cielos.

Era un día de fines de cuaresma, en que los aldeanos, que se habían abstenido de comer carne, esperaban con impaciencia la llegada de la Pascua Florida. Pero Yuhanna, como todos los campesinos pobres, no sabía la diferencia que hay entre los días de ayuno y los días de abundancia; para él, toda la existencia era un largo día de ayuno. Su ali­mento consistía de una hogaza de pan, amasada con el sudor de su frente, y de fruta comprada con el producto de rudo trabajo. Para él, la abstención de la carne y de ricos manja­res era algo natural. Y el ayuno no le producía hambre cor­poral, sino espiritual; le comunicaba la tristeza del Hijo del Hombre y el término de la vida de Jesús en la Tierra.

Los pajarillos revoloteaban. en torno a Yuhanna, llamán­dose unos a otros, y había bandadas de palomas que volaban sobre su cabeza; las flores se mecían suavemente al compás de la brisa bañándose en los calurosos rayos del sol. Y Yu­hanna leía, concentrado en su libro, y de tiempo en tiempo alzaba la cabeza reflexionando en lo que leía: Veía las cú­pulas de las iglesias de las aldeas esparcidas por el valle, y oía el tañer de las campanas. Cerró los ojos, y dejó que su espíritu se remontara a través de los siglos hasta la vieja Je­rusalén, para seguir las huellas de Jesús por las calles; pregun­tando a los transeúntes por El. Imaginó que le respondían: "Aquí, El curó a los ciegos y a los paralíticos. Allí, le hicie­ron una corona de espinas y se la colocaron en la cabeza. En estas calles El detuvo su paso y habló a la gente en parábolas. En ese sitio lo ataron a un pilar y le escupieron el rostro, y lo flagelaron. -En ese jardín le perdonó a la ramera sus, pecados. Allá, El cayó bajo el peso de la cruz."

Pasaron las horas, mientras Yuhanna sufría con la agonía del cuerpo del Hombre-Dios, y se exhaltaba con El en es­píritu. Al levantarse Yuhanna, el sol estaba en el cenit. Miró en torno de él, y buscó a sus vacas por todas partes, perplejo ante su desaparición en aquellos pastizales planos. Y al lle­gar al camino que se interna por los campos como las líneas de la palma de la mano, vio a lo lejos a un hombre vestido de negro, en pie, en medio de los jardines. Apresuró el paso para ir a su encuentro, y al acercarse vio que era uno de los monjes del monasterio. Yuhanna inclinó la cabeza, saludó al monje y le preguntó si había visto a sus becerros en los jardines.

El monje, tratando de ocultar su cólera, miró intensa­mente a Yuhanna y le contestó en tono áspero:

-Sí, los he visto; allá están; ven conmigo, y los verás. Yuhanna siguió al monje, hasta que llegaron al monaste­rio, allí, vio a sus becerros encerrados en un corral, atados con sogas y custodiados por otro monje. Aquel monje llevaba en la mano una gruesa vara, con la que pegaba a las bestias cada vez que se movían. Al intentar Yuhanna entrar en el co­rral para llevarse a sus animales, el monje lo asió de la capa y, volviendo la cabeza hacia la puerta del monasterio, gritó:

- ¡Aquí está el pastor culpable; lo he capturado!

Al oír aquel grito, los sacerdotes y los monjes acudieron, encabezados por el superior, que se distinguía de sus compa­ñeros por su ropa fe fina tela y sus facciones severas. Rodea­ron a Yuhanna como soldados que se disputaran el botín. Yuhanna se dirigió al superior y le dijo en tono amable:

-¿Qué he hecho para que me llaméis criminal, y por qué me habéis capturado?

El superior le contestó con voz ríspida:

-Has traído a pastar a ese ganado en tierras del monas­terio, y han echado a perder nuestras vides. Nos hemos apo­derado de los animales porque el pastor es responsable del daño que ocasione el ganado.

El airado rostro del superior se hizo más severo conforme hablaba. Yuhanna respondió, humilde:

-Padre, son criaturas sin inteligencia, y yo soy un pobre hombre que no posee sino las fuerzas de sus brazos y estás bestias. Permítame que me las lleve, y le prometo no volver nunca por estos prados.

El padre superior dio un paso hacia adelante, alzó la mano señalando hacia el cielo y dijo:

-Dios nos ha colocado en este sitio, y nos ha confiado la custodia de esta tierra, que fue la tierra de su elegido, el profeta Elías. Custodiamos esta tierra de día y de noche, pues es una tierra sagrada; los que se acerquen a ella serán consumidos por el fuego eterno. Si te niegas a dar cuenta de tus actos ante el monasterio, el pasto se convertirá en veneno en las entrañas de tus bestias. Y no habrá escapatoria para ti, pues retendremos las bestias en nuestro corral, hasta que hayas pagado los daños.

Ya se marchaba el superior cuando Yuhanna le detuvo, y le dijo con voz suplicante:

-Le ruego, mi señor, por aquellos sagrados días en que Jesús sufrió por nosotros y María lloró de dolor, que me deje irme con mis bestias. No se ensañe conmigo; yo soy un hom bre pobre, y el monasterio es rico y poderoso. Seguramente me perdonará mi tontería y tendrá piedad de mi padre.

El superior lo miró con burla y desprecio, y le dijo:

-El monasterio no te perdonará ni el valor de un solo grano, estúpido; no importa que seas rico o pobre. Y no eres nadie para conjurarme en nombre de las cosas sagradas, pues sólo nosotros sabemos los secretos de los sagrados misterios. Para poder llevarte tus animales tendrás que pagar tres dena­rios por el daño que han causado.

-Padre -dijo Yohanna con voz temblorosa-, no tengo nada; ni una moneda de cobre. Tenga compasión de mí y de pobreza.

El superior se acarició la tupida barba y dijo:

-En ese caso, márchate y vende parte de tus tierras, y vuelve con los tres denarios. ¿No es mejor para ti entrar en el reino de los cielos, aunque no poseas ni un pedazo de tierra,

que atraerte la ira de Elías con tus testarudos argumentos ante su altar, e ir al infierno, donde todo es fuego eterno? Yuhanna permaneció callado un rato. Luego, sus ojos se iluminaron y en sus facciones se advirtió una gran alegría. Su actitud cambió, de súplica, a la actitud de fuerza y resolu­ción. Cuando volvió a hablar, en su voz había el conoci­miento y la determinación de la juventud:

-¿Deben los pobres vender la tierra con la que ganan el pan diario, para llenar más los cofres del monasterio donde abundan el oro y la plata? ¿Acaso los pobres deben ser más pobres y morir de hambre para que el gran Elías perdone los pecados de unas bestias hambrientas?

El superior alzó la cabeza con soberbia y replicó:

-Jesús el Cristo dijo: "A todo aquel que tenga se le dará más, en abundancia; pero a aquel que nada tenga se le quitará hasta lo poco que tenga."

Al oír Yuhanna estas palabras sintió que su corazón latía más aprisa; sintió que su espíritu ganaba estatura. Era como si la tierra estuviera creciendo a sus pies. Sacó,de su bolsillo su Biblia; como el guerrero que desenfunda su espada para defenderse, y exclamó:

- ¡Así os burláis de las enseñanzas de este libro, hipócri­tas, y usáis lo más sagrado para difundir el mal! ¡Pobres de vosotros cuando el Hijo del Hombre venga por segunda vez y convierta en ruinas vuestros monasterios, esparza sus pie­dras en el valle y queme con fuego vuestros altares y vuestras imágenes! ¡Caiga sobre vosotros la inocente sangre de Jesús, y las lágrimas de su madre, que os llevarán a las profundida­des del abismo! !Ay de vosotros, que adoráis los ídolos de vuestra codicia y que ocultáis en vuestros negros hábitos la negrura mayor de vuestras acciones! ¡Ay de vosotros, que movéis los labios recitando plegarias, mientras vues­tros corazones son duros como la roca; que os inclináis humil­demente ante los altares, pero que en vuestras almas os reve­láis contra Dios! En vuestra dureza de corazón me habéis traído a este sitio como un transgresor que ha tomado un poco de pasto de la tierra que el sol ha nutrido para todos nosotros. Cuando os ruego en, nombre de Jesús y de los días de su pasión, os burláis de mí como de alguien que no sabe lo que dice. Tomad este libro, y leedlo, y mostradme cuándo Jesús no perdonó. Leed esta divina tragedia y decid­me cuándo habló Jesús sin misericordia y sin compasión.

¿Fue en el sermón de la montaña, o en sus enseñanzas en el templo, ante los perseguidores de la ramera, o en el Gól­gota, cuando abrió los brazos en la cruz para abrazar a toda la humanidad? Mirad hacia abajo, todos vosotros, los duros de corazón y contemplad estas pobres aldeas en cuyas mora­das los enfermos agonizan en lechos de dolor; mirad esas prisiones en que los desventurados ven pasar los días con desesperación; observad esas ricas puertas a las que acuden los mendigos; ved esos caminos en los que duerme el foras­tero pobre, y ved en esos cementerios cómo lloran la viuda y el huérfano. En cambio, vosotros vivís aquí en la ociosidad y en la molicie, gozando del fruto de la tierra y de las uvas de la viña. Nunca visitáis a los enfermos ni a los presos; jamás ofrecéis alimento a quien tiene hambre, ni dais refugio al forastero, ni consoláis a los que sufren. Y no os contentáis con lo que tenéis y habéis robado a nuestros antepasados; extendéis las manos como la serpiente venenosa extiende la cabeza para robar a la viuda el trabajo de sus manos, y al campesino, sus ahorros para la ancianidad.

Yuhanna dejó de hablar para tomar aliento, y luego prosiguió, con la cabeza erguida orgullosamente, pero dijo en tono sereno:

-Vosotros sois muchos, y estoy solo. Haced conmigo lo que gustéis. La oveja puede ser presa de los lobos en la oscuridad de la noche, pero su sangre manchará las piedras del valle hasta que llegue la aurora y salga el sol.

Así habló Yuhanna, y en su voz había una fuerza de ins­piración; una fuerza que mantenía inmóviles a los monjes y les causaba creciente ira. Los monjes temblaron de rabia y rechinaron los dientes como leones hambrientos, esperando una señal del jefe para caer sobre el joven y destrozarlo. Permanecieron callados hasta que Yuhanna dejó de hablar, y quedó en silencio, como la calma después de una tempestad que ha destrozado las ramas más altas de los árboles y las más fuertes plantas. Luego, el superior gritó, lleno de ira:

- ¡Apodérense de ese miserable pecador; quítenle el libro y húndanlo en una oscura celda; los que maldicen a los elegi­dos de Dios no tendrán perdón, ni aquí ni en el otro mundo!

Los monjes se avalanzaron sobre Yuhanna como el león sobre su presa; le ataron los brazos y se lo llevaron a una pequeña celda, y antes de echar cerrojo a la puerta magulla­ron su cuerpo con golpes y puntapiés.

Y en aquel oscuro sitio yació Yuhanna, el vencedor, a quien una ingrata fortuna había hecho cautivo de sus enemi­gos. Por una estrecha hendidura de la pared miró el valle, que reposaba a la luz del sol. Su rostro se iluminó y su espíritu sintió el abrazo de una resignación divina; se apoderó de él una dulce tranquilidad. La reducida celda mantenía en prisión su cuerpo, pero su espíritu se sentía libre, y vagaba con la brisa entre los prados y las ruinas. Las manos de los monjes habían lastimado sus miembros, pero no habían toca­do sus más profundos sentimientos; y en ellos sentíase en paz y seguro, en compañía de Jesús de Nazareth. La persecución no hace daño al justo, ni la opresión destruye a quien está del lado de la verdad. Sócrates bebió la cicuta sonriendo; Pablo se regocijó cuando lo apedrearon. Sólo nos daña oponernos a la oculta conciencia, pues cuando la traicionamos, nos hiere.

Los padres de Yuhanna se enteraron de lo que había ocu­rrido a su único hijo. La madre acudió al monasterio cami­nando con ayuda del bastón, y se arrojó a los pies del padre superior. Lloró y le besó las manos e imploró perdón para su hijo y su ignorancia. El padre Prior alzó los ojos al cielo como quien está más allá de las cosas de este mundo, y le dijo a la mujer:

-Podemos perdonar el atolondramiento de tu hijo y ser tolerarites con su tontería, pero- el monasterio tiene derechos sagrados que deben respetarse. Nosotros, en nuestra humil dad, perdonamos a los ofensores de los hombres, pero el gran Elías no perdona a quienes profanan sus viñedos y a los que llevan a pastar las bestias en su sagrada tierra.

La madre miró al monje mientras le corrían amargas lágri­mas por las arrugadas mejillas. Luego, se quitó del cuello un collar de plata, y poniéndolo en la mano del monje, le dijo:

-Padre, lo único que tengo es este collar que mi madre me regaló el día de mi boda. Espero que el monasterio lo acepte como pago de la culpa de mi único hijo.

El padre superior tomó el collar y lo guardó en su bolsi­llo, y mientras aquella madre le besaba las manos con grati­tud, le dijo:

- ¡Ay de esta generación, que ha interpretado al revés los versículos del libro sagrado y que ha comido uvas amargas! Ve en paz, buena mujer, y ruega al Cielo que cure a tu hijo y le devuelva la razón.

Yuhanna salió de la prisión y caminó lentamente condu­ciendo su ganado; a su lado iba su madre, apoyada en un bastón y doblada bajo el peso de los años. Cuando llegaron a la cabaña, el muchacho encerró a las bestias en el establo y se sentó en la ventana, en silencio, contemplando la luz del ocaso. Al poco rato, oyó que su padre le susurraba al oído a su madre:

-Sara, muchas veces te he dicho que nuestro hijo era débil de cabeza, pero nunca estuviste de acuerdo conmigo. Ahora, no me contradigas, porque sus actos han dado razón a mis palabras. Lo que te dijo ahora el padre superior te lo he estado diciendo desde hace años.

Yuhanna se quedó inmóvil, mirando hacia el oeste, donde los rayos del sol poniente coloreaban las densas masas de nubes.

II

Era el tiempo de la Pascua Florida, y a los días de ayuno sucedieron los días de regocijo. Se había terminado el nuevo templo, que se alzaba sobre las casas de Besharrí, como el palacio de un príncipe en medio de las humildes moradas de sus súbditos. La gente estaba reunida y esperaba la llegada del obispo, que iría a consagrar el santuario y los altares. Y cuando ya se acercaba la hora de la llegada del prelado, la gente salió de la aldea en procesión, y el dignatario entró con ellos en la aldea en medio de cantos de -alabanza de los campesinos y de cánticos solemnes de los sacerdotes, entre música de címbalos y tañer de campanas. Al apearse el obispo de su caballo que llevaba una hermosa silla y brida de plata; salieron a recibirlo los religiosos y los notables de la aldea, que le dieron la bienvenida con solemnes palabras y cantos litúrgicos. Al llegar el obispo a la nueva iglesia lo revistieron con ropas talares bordadas de oro, y le pusieron una corona incrustada de piedras preciosas. Luego le dieron el báculo finamente tallado y lleno de gemas. Recorrió toda la iglesia, cantando en compañía de los demás sacerdotes, mientras en el aire ascendían volutas de rico incienso perfumado, y ardían muchas velas encendidas.

En aquella hora, Yuhanna estaba entre los pastores y campesinos, en un estrado observando el espectáculo con mirada triste. Suspiraba amargamente al ver, por un lado, ropas de seda y vasos de oro, incensarios y costosas lámparas de plata, y por otro lado veía a los campesinos vestidos pobremente, que habían acudido de sus pequeñas aldeas a regocijarse con el festival y con la ceremonia de la consagra­ción. Por un lado, veía a los poderosos vestidos de terciopelo y raso; por el otro, los miserables iban cubiertos de lastimosos harapos. La riqueza y el poder daban lustre a la religión con los cantos litúrgicos; y los pobres, humildes y debilitados, se regocijaban con los misterios de la Resurrección. Las plegarias y los susurros que surgían de los corazones rotos flotaban en el éter. Por un lado, los líderes y los notables estaban llenos de vida como los cipreses lozanos. Por otro lado, allí estaban los campesinos, los que se someten, cuya existencia es un barco capitaneado por la Muerte; aquellos cuyo timón está roto por las olas y cuyas velas desgarra el viento; la gente pobre, que se debate entre la angustia del abismo y el terror de la tormenta. Por un lado, la tiranía opresora;, por otro, la ciega obediencia. ¿Acaso son parientes una y otra? ¿Acaso es la tiranía un árbol fuerte que sólo crece en tierras bajas? ¿No es acaso la sumisión un campo abandonado en el que sólo crecen espinas?

Estas tristes reflexiones y estos pensamientos torturantes ocupaban el ánimo de Yuhanna. Se golpeaba el, pecho y se llevaba las manos a la garganta temiendo ahogarse, como si su aliento quisiera escapársele del pecho. Y así permaneció hasta que terminó la ceremonia de la consagración, cuando la gente empezó a dispersarse.

Yuhanna empezó a sentir que un espíritu que flotaba en el aire lo instaba a levantarse y a hablar en su nombre; en medio de la muchedumbre, un poder desconocido lo impul­saba a predicar ante el cielo y la tierra.

Fue Yuhanna al extremo de la plataforma y., alzando la mirada, hizo con la mano una señal hacia los cielos. Con voz potente que llamó la atención de los circunstantes, gritó:

-Mira, ¡oh Jesús!, Hombre de Nazareth, que estás senta­do en el círculo de luz en las alturas; mira desde la cúpula azul de los cielos esta tierra cuyos elementos tú llevaste como túnica. Míranos, fiel campesino, pues las espinas han matado las flores cuyas semillas hiciste germinar con el sudor de tu frente. Mira, oh buen pastor, pues el débil cordero que llevas­te en el hombro ha sido despedazado por bestias salvajes. Tu sangre inocente se desperdicia en la tierra, y tus ardientes lágrimas se han secado en los corazones de los hombres. La tibieza de tu aliento se ha esparcido en los vientos del desier­to. Este campo hollado por tus pies se ha convertido en un campo de batalla donde los pies de los poderosos aplastan las costillas de los desposeídos; donde la mano del opresor ahoga el espíritu del débil. Los perseguidos gritan en la oscuridad, y quienes se sientan en los tronos, en tu nombre, no oyen tales gritos, tampoco oyen los llantos de los afligidos quienes predican tus palabras desde los púlpitos. El cordero que tú enviaste como mensajero del Señor de la vida se ha vuelto una bestia de rapiña que hace pedazos al cordero que tú llevaste en brazos. El mundo de la vida que tú trajiste desde el cora­zón de Dios está oculto en las páginas de los libros, y en vez de la vida hay un clamor de miedo y miseria en todos los corazones. Esta gente, oh Jesús, ha erigido templos y taber­náculos a la gloria de tu nombre, y los ha adornado con preciosas sedas y oro fundido. Para ello, han dejado desnudos a los pobres, tus elegidos, en las frías calles; sin embargo, los sacerdotes queman incienso y encienden velas. Les han roba­do el pan a los que creen en tu divinidad. Y mientras el aire forma eco a sus salmos y a sus himnos, los sacerdotes no oyen el clamor del huérfano ni las lamentaciones de la viuda. Por tanto, ven por segunda vez, oh Jesús, y arroja del templo a los que comercian con la religión, pues han hecho de ella un asqueroso nido de víboras lleno de veneno. Ven, y amonesta a estos césares que han robado a los pobres lo que es de Dios. Contempla la viña que plantó tu mano derecha. Los gusanos han devorado sus tiernas ramas y sus uvas son pisoteadas, sin provecho alguno. Considera a todos aquellos a quienes trajiste la paz, y ve cómo están divididos, y cómo pelean entre sí, y las víctimas de sus guerras somos las almas turbadas y los corazones oprimidos. En los días de fiesta y en las celebracio­nes religiosas, los sacerdotes alzan la voz deseando gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra y alegría a todos los hombres. ¿Es tu Padre celestial glorificado cuando labios corruptos y lenguas mentirosas pronuncian su nombre? ¿Hay paz en la tierra cuando los hijos del sufrimiento aran los campos y ven que sus fuerzas se van debilitando a la luz del sol para llenar las bocas de los poderosos y las entrañas de los tiranos? ¿Hay alegría cuando los desposeídos consideran la muerte como liberación? ¿Qué es la paz, dulce Jesús? ¿Es eso que está en los ojos de los niños hambrientos y en los pechos de hambrientas madres que viven en moradas frías y oscuras? ¿Es lo que está en los cuerpos de los menesterosos, que duermen en lechos de piedra soñando con alimentos que nunca les llegan, pues los sacerdotes los arrojan a los cerdos? ¿Qué es la alegría, oh Jesús? ¿Existe alegría cuando un prín­cipe puede comprar la fuerza de los hombres y el honor de las mujeres por unas cuantas monedas de plata? ¿Puede exis­tir la alegría en esos callados esclavos de cuerpo y alma cuyos ojos están deslumbrados con las joyas y los anillos y las ropas de seda de los sacerdotes? ¿Hay regocijo en los gritos de los oprimidos cuando los tiranos caen sobre ellos espada en mano y aplastan los cuerpos de sus mujeres y de sus hijos con los cascos de los caballos, haciendo que la tierra se embriague con la sangre de los pobres? Extiende tu poderosa mano, oh Jesús, y sálvanos, pues la mano del opre­sor pesa sobre nosotros. O envíanos la muerte, que nos conduzca a la tumba, donde reposaremos en paz hasta tu segunda venida, protegidos por la sombra de tu cruz. Porque en verdad nuestra vida es sólo el reino de la oscuridad, cuyos habitantes son espíritus malignos, y un valle donde las 'serpientes y los dragones pululan. Nuestras vidas no son sino espadas que en la noche se ocultan en nuestros lechos y que en el día cuelgan sobre nuestras cabezas siempre que el amor a la existencia nos conduce a los campos. Ten piedad de nosotros, oh Jesús, de estas multitudes que se reúnen en tu nombre el día de la Resurrección. Ten compasión de nuestra debilidad y de nuestra humildad.

Así habló Yuhanna mirando al cielo, mientras la gente lo rodeaba. Algunos aprobaron sus palabras y lo elogiaron; otros se enojaron y lo amonestaron.

Un campesino gritó: - ¡Dice la verdad, y nos habla poniendo de testigo al Cielo, pues somos los oprimidos! Otro, comentó: -Este hombre es un poseído del demo­nio y nos habla con la lengua de un espíritu del mal.

Otro más dijo: -Nunca hemos oído tantas tonterías, ni queremos escucharlas.

Y otro más susurró al oído de su vecino: -Al oír su voz, sentí un temblor que estremeció mi corazón, pues este hombre habló con un extraño poder.

Y aquel vecino le contestó: -Así es; pero nuestros pasto­res religiosos saben más que nosotros de estas cosas; es un error dudar de ellos.

Y mientras los gritos surgían de todas partes y se conver­tían en un clamor como el de las olas del mar, que se dispersa y se pierde en el éter, apareció un sacerdote que se apoderó de Yuhanna y lo entregó a la policía. Lo condujeron a la resi­dencia del gobernador 'y le hicieron preguntas a las que no contestó, recordando que Jesús había permanecido callado ante sus perseguidores. Así, pues, lo arrojaron en oscura cárcel, y allí durmió aquella noche Yuhanna, apoyando la cabeza en el muro de piedra.

Y a la mañana siguiente, el padre de Yuhanna se presentó ante el gobernador, a dar testimonio de la locura de su hijo. -Señor -dijo el padre de Yuhanna-, a menudo lo he oído balbucear en su soledad y hablar de cosas extrañas que no existen. Noche tras noche ha hablado en el silencio, con palabras extrañas, llamando a las sombras con voz terrible, como los hechiceros cuando formulan encantamientos. Pregunta a los muchachos vecinos que son sus compañeros, pues ellos saben que la mente de mi hijo se sentía atraída por un mundo extraño. Cuando estos muchachos le hablaban, él rara vez les respondía, y cuando hablaba, las palabras de mi hijo eran confusas y nada tenían que ver con su conversa­ción. Pregunten a su madre, pues ella, más que nadie, sabe que el alma de nuestro hijo ha perdido la razón. Muchas veces lo ha visto mirar el horizonte con la mirada perdida, y lo ha oído hablar con pasión de los árboles, de los arroyos y de las flores, y de las estrellas, con lenguaje infantil y confuso. Pregunten a los monjes del monasterio, con los que tuvo una querella el día de ayer, burlándose de las cosas santas y despreciando la santa vida que ellos llevan. Mi hijo está loco, señor, pero es amable con su madre y conmigo. Nos sostiene en nuestra ancianidad y provee a nuestras necesidades con el sudor de su frente. Sé misericordioso con él y con nosotros, y perdónale sus locuras en honor de sus padres.

Yuhanna fue puesto en libertad y cundió por todas partes la historia de su locura. Los jóvenes hablaban de él con burla, pero las doncellas lo miraban tristemente y decían:

-Los cielos son responsables de las cosas extrañas en los hombres. Así, en este joven la belleza se une a la locura, y la luz de sus bellos ojos está unida a la oscuridad de su alma enferma.

Entre las colinas y la pradera, cubierto con su vestido de plantas y flores estaba Yuhanna sentado cerca de sus bece­rros, que habían llegado a aquellos buenos pastizales huyendo de la violencia y de la lucha de los hombres. Yuhanna miraba, con los ojos enturbiados por las lágrimas, las villas y caseríos esparcidos en las cuestas del valle; y exhalando un hondo suspiro, repetía a menudo estas palabras:

-Vosotros sois muchos y yo estoy solo. Decid lo que queráis de mí, y haced conmigo lo que os plazca. La oveja puede ser presa de los lobos en la oscuridad de la noche, pero su sangre manchará las piedras del valle, hasta que llegue la aurora y vuelva a salir el sol.

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