EL COMPRESOR DE AIRE AZUL
La casa era alta, con un sorprendente tejado inclinado. Mientras caminaba hacia ella desde el camino de la costa, Gerald Nately pensó que era casi como un país en sí misma, una geografía en un microcosmos. El techo subía y bajaba en diversos ángulos por encima del edificio principal y de dos alas extrañamente angulosas; la terraza bordeaba una cúpula con forma de hongo orientada hacia el mar; el porche, que enfrentaba las dunas y las marchitas malezas de septiembre, era más extenso que un vagón Pullman. Por sobre él, la elevada cuesta del techo hacía que la casa pareciera fruncir el entrecejo. Era la abuela bautista de una casa.
Se dirigió al porche y, tras un momento de vacilación, pasó a través de la puerta mosquitera hasta la de cristal que estaba más allá. Sólo había una silla de mimbre, una mecedora mohosa, y una antigua y olvidada cesta de labores. Las arañas habían hilado su tela en los rincones más elevados y oscuros. Golpeó a la puerta.
Reinó el silencio, un silencio habitado. Estaba a punto de golpear de nuevo cuando rechinó una silla en alguna parte del interior. Fue un sonido fatigado. Más silencio. Y luego el lento, el tremendamente paciente rumor de unos pies viejos y sobrecargados que se arrastraban hacia el vestíbulo. El contrapunto de un bastón: whock... whock... whock...
Las tablas del piso crujieron y se quejaron. Una sombra, grande y sin forma tras el vidrio nacarado, se perfiló en la ventanita de la puerta. El interminable sonido de unos dedos que resuelven laboriosamente el enigma de cadena, cerrojo y cerradura. La puerta se abrió.
—Hola —pronunció rotundamente la voz nasal—. Usted es el señor Nately. Ha alquilado la cabaña. La cabaña de mi marido.
—Sí —dijo Gerald, con la lengua inflándole la garganta—. Así es. Y usted es...
—La señora Leighton —completó la voz nasal, complacida por su rapidez o por su nombre, aunque ninguno de ambos era gran cosa—. Soy la señora Leighton.
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qué mujer tan jodidamente grande y vieja parece oh jesucristo reventar el vestido debe tener como sesenta y seis y es gorda dios mío es gorda como una cerda no puede olfatearse el pelo blanco el largo pelo blanco de sus patas aquellas secoyas enfermas en esa película un tanque ella podría ser un tanque podría matarme su voz está fuera de todo contexto como un silbato jesus si me riera no puedo reírme debe tener como setenta dios cómo camina y el bastón sus manos son más grandes que mis pies como un maldito tanque podría derribar un roble un roble por el amor de dios
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—Usted escribe. —Ella no le había ofrecido pasar.
—Sí, por ahí viene la mano —dijo él, y se rió para poder disimular su repentino encogimiento ante el uso de aquella metáfora. —¿Me mostrará algo cuando ya esté instalado? —le preguntó. Sus ojos parecían perpetuamente luminosos y nostálgicos. No habían sido afectados por los mismos años que hicieron estragos en el resto de su persona.
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espera a que lo tenga escrito
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imagen: «los años llegaron haciendo estragos, en compañía de una carnosidad exuberante: ella era como una cerda salvaje a la que dejaran suelta en una casa grande y majestuosa, libre de cagarse sobre la alfombra, de destrozar la cómoda galesa y de derribar todas las copas de cristal y los vasos de vino, de pisotear los divanes de color rojo hasta que aparecieran los lunáticos resortes y sus rellenos, de rayar el espejante acabado del gran suelo del vestíbulo con sus bárbaras pezuñas, desparramando charcos de orina»
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bien es ella sí hay una historia percibo su cuerpo colgando y ondulando
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—Si usted quiere —respondió él—. No divisé la cabaña, señora Leighton, ni siquiera desde el camino de la costa. ¿Podría decirme dónde...
—¿Vino conduciendo?
—Sí. Dejé mi automóvil allí. —Señaló más allá de las dunas, hacia el camino.
Una sonrisa, extrañamente unidimensional, se dibujó en los labios de la mujer.
—Ésa es la razón. Desde el camino sólo alcanza a entreverla: se la pierde, a menos que ande caminando —apuntó al oeste, hacia la descuidada esquina de las dunas y la casa—. Está allí. Justo pasando aquella pequeña colina.
—Bien —dijo, y entonces se quedó allí sonriendo. En realidad no tenía ni idea de cómo finalizar la entrevista.
—¿Le gustaría entrar a tomar un poco de café? ¿O una coca-cola?
—Sí —respondió al instante.
Ella pareció sorprenderse un poco ante su rápida aceptación. A fin de cuentas, él había sido el amigo de su marido, no el suyo. El rostro se cernió amenazante sobre Gerald, como una luna inconexa, indecisa. Luego lo condujo dentro de la antigua y paciente casa.
Ella se tomó un té; él una coca. Millones de ojos parecían observarlos. Se sentía como un ladrón, merodeando en busca de la ficción oculta que él podía llegar a crear a partir de ella, llevando consigo tan sólo su propia gracia juvenil y una linterna psíquica.
* * *
Mi nombre, por supuesto, es Steve King, y sabrás perdonarme esta intrusión en tu mente... o así lo espero. Podría argumentar que el hecho de hacer a un lado la cortina de presunción entre el lector y el autor está permitido porque yo soy el escritor; es decir que, dado que ésta es mi historia, puedo hacer con ella cualquier maldita cosa que se me ocurra; pero pierde validez puesto que eso deja completamente de lado al lector. La Regla Número Uno para todo escritor es que el narrador no importa un centavo cuando se lo compara con el oyente. Pero olvidemos todo el asunto, si es que podemos. Me estoy entrometiendo en la historia por la misma razón por la que el Papa defeca: porque tengo que hacerlo.
Deberías saber que nunca atraparon a Gerald Nately; su crimen jamás fue descubierto. Pero igual lo pagó. Tras escribir cuatro novelas retorcidas, monumentales, mal desarrolladas, se cortó la cabeza con una guillotina de marfil tallado comprada en Kowloon.
Su personaje fue el que primero inventé, durante un rato de aburrimiento, a las ocho de la mañana, en una clase de Carroll F. Terrell de la facultad de Inglés de la Universidad de Maine. El doctor Terrell estaba hablando sobre Edgar A. Poe y yo pensé:
guillotina de marfil de Kowloon
una retorcida mujer en sombras, como un cerdo
cierto caserón
El compresor de aire azul no se me ocurrió hasta pasado bastante tiempo. Es desesperadamente importante que el lector esté informado de estos hechos.
* * *
Él le mostró algunos de sus escritos. No la parte importante —la historia que estaba escribiendo sobre ella— pero sí fragmentos de poesía, o aquella espina de novela que, como fragmentos de granada, llevó clavada en la mente durante todo un año, o los cuatro ensayos. Ella era una crítica perspicaz y se los devolvió con anotaciones al margen escritas con su fibra negra. Como a veces la mujer se dejaba caer por la cabaña mientras él se encontraba en el pueblo, escondió la historia en el cobertizo de la parte trasera.
Cuando septiembre se fundió en un fresco octubre la historia estuvo terminada, enviada por correo a un amigo, regresada con sugerencias (algunas malas), y vuelta a escribir. Sentía que era buena, pero no lo suficiente. Algo indefinible le estaba faltando. El enfoque no estaba muy claro. Empezó a jugar con la idea de mostrárselo a ella para que lo critique, luego la rechazó, para volver a jugar con la idea. Después de todo, ella era la historia; él nunca dudó de que la mujer pudiera proporcionar el vector final.
En forma gradual, su actitud con respecto a ella llegó a tornarse enfermiza; estaba fascinado por su volumen colosal, animalístico, por la lentitud de tortuga conque se desplazaba a través del espacio existente entre la casa y la cabaña...,
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imagen: «gigantesca sombra de decadencia que se tambalea entre una arena sin sombras, el bastón aferrado en una mano torcida, los pies calzados en unas enormes zapatillas de lona que pisotean y esparcen los toscos granos, el rostro como una fuente servida, los brazos una masa hinchada, los pechos como tambores, una geografía en sí misma, el país del tejido orgánico»
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...por su voz insípida y estridente; pero al mismo tiempo la detestaba, no podía resistir su contacto. La mentira empezó a hacerse notar, como le sucede al joven de El Corazón Delator, de Edgar A. Poe. Sentía que la mentira podía hallarse cerca de la puerta del dormitorio de ella, durante interminables medianoches, iluminando su ojo dormido con un rayo de luz, listo para cincelar y rasgar en el instante en que se abriera.
El impulso de mostrarle la historia comenzó a aguijonearle enloquecedoramente. Había decidido que lo haría el primer día de diciembre. El hecho mismo de la decisión no lo alivió para nada, como se supone que ocurre en las novelas, aunque sí lo dejó con un sentimiento de placer antiséptico. Estaba bien que así fuera; era el omega que realmente se enlazaría con el alfa. Y se trataba del omega; para el cinco de diciembre pensaba dejar la cabaña. Aquel mismo día acababa de volver de la Agencia de Viajes Stowe de Portland, donde había reservado un pasaje para el lejano este. Podría decirse que lo había hecho como un impulso momentáneo: la decisión de marcharse y la decisión de mostrarle su manuscrito a la señora Leighton habían aparecido juntas, casi como si él estuviera siendo guiado por una mano invisible.
* * *
Realmente estaba siendo guiado; por mi propia e invisible mano.
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El día estaba blanco y nublado, con la promesa de la nieve acechando en el aire. Cuando Gerald las cruzó, las dunas entre la casa cubierta de tejas de los dominios de ella y la humilde cabaña de piedras de él ya parecían estar prefigurando el invierno. El mar, sombrío y grisáceo, rompía entre los guijarros de la playa. Las gaviotas montaban las lentas olas como si fueran boyas.
Atravesó la cima de la última duna y supo que la mujer estaba en casa; su bastón, con la manopla blanca de bicicleta en un extremo, estaba apoyada junto a la puerta. El humo se elevaba desde la chimenea de juguete.
Gerald subió los escalones de madera sacudiéndose la arena de las botas para que la mujer se enterara de su llegada, y después entró.
—¡Hola, señora Leighton!
Pero la diminuta sala y la cocina se hallaban vacías. El reloj de pared sólo hacía tictac para sí mismo y para Gerald. El gigantesco tapado de pieles de la mujer yacía colgado de la mecedora, como el pellejo de un animal. En el hogar había una pequeña llama encendida que resplandecía y crujía diligentemente. La tetera permanecía sobre la hornalla de la cocina y sobre la mesada una taza de té, aún a la espera del agua. Él se asomó en el estrecho pasillo que conducía al dormitorio.
—¿Señora Leighton?
Tanto el pasillo como el dormitorio estaban vacíos.
Estaba a punto de regresar a la cocina cuando comenzaron las gigantescas risitas. Eran enormes y desvalidos espasmos de risa, el tipo de risa que emitiría una mujer que permanece confinada durante años y años, como vino en una bodega. (También existe un cuento de Edgar A. Poe que trata sobre el vino.) Las risitas se transformaron en grandes risotadas. Provenían de la puerta que se abría a la derecha de la cama de Gerald, la última puerta de la cabaña. Provenían del cobertizo de las herramientas.
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se me están encogiendo las bolas como en la escuela primaria la vieja puta se está riendo lo encontró vieja gorda maldita sea maldita sea maldita sea tú vieja prostituta eres la causa de que esté aquí vieja puta ramera montón de mierda
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Llegó hasta la puerta en unas pocas zancadas y la abrió. Ella estaba sentada junto al pequeño calentador del cobertizo, con el vestido subido hasta los tocones de robles que eran sus rodillas para poder acomodarse con las piernas cruzadas, y con el manuscrito, empequeñecido, sostenido entre sus manos hinchadas.
Sus carcajadas rugieron y tronaron a su alrededor. Gerald Nately vio que los colores estallaban frente a sus ojos. Ella era como un animal lento, un gusano, una gigantesca cosa deslizante que se hubiera desarrollado en el oscuro sótano de la casa junto al mar, un bicho oscuro que se había convertido en una grotesca forma humanoide.
Bajo la opacada luz de una ventana llena de telarañas, su cara se transformó en una luna de cementerio, surcada por los estériles cráteres de sus ojos y por el hendido terremoto de su boca.
—No se ría —le advirtió Gerald, rígidamente.
—Oh, Gerald —dijo la mujer, sin parar de reirse—. Ésta es una historia muy mala. No lo culpo de usar un seudónimo. Es...—se limpió las lágrimas de risa de los ojos— ¡es abominable!
Tieso, empezó a caminar hacia ella.
—No me ha representado lo suficientemente grande, Gerald. Ése es el problema. Soy demasiado grande para usted. Quizás Poe, o Dosteyevsky, o Melville... pero no usted, Gerald. Ni siquiera bajo su auténtico nombre. No usted. No usted.
Empezó a reírse de nuevo, colosales y terribles explosiones de sonido.
—No se ría —le advirtió Gerald, rígidamente.
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El cobertizo de herramientas, a la manera de Zola:
Paredes de madera que muestran ocasionales grietas de luz, rodeadas de trampas para conejos colgadas y tiradas por los rincones; un par de polvorientas y desencajadas botas de nieve; un calentador mohoso que deja ver parpadeos de llamas amarillas, como los ojos de un gato; varias chucherías; dos palas; unas tijeras de podar; una antigua manguera verde enrollada como una serpiente; cuatro neumáticos viejos apilados como rosquillas; un oxidado rifle Winchester sin gatillo; una sierra de doble mango; un polvoriento banco de trabajo cubierto de clavos, tornillos, tuercas, arandelas, dos martillos, un cepillo, un nivel roto, un carburador desmantelado de los que pueden encontrarse dentro de un convertible Packard 1949; un compresor de aire de cuatro caballos de fuerza pintado de azul eléctrico, enchufado con un alargador que se comunica con la casa.
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—No se ría —repitió Gerald, pero ella siguió meciéndose de un lado para el otro, agarrándose el estómago y agitando el manuscrito, con la jadeante respiración como un pájaro blanco.
Su mano encontró el mohoso rifle Winchester y lo utilizó para golpearla, como si fuera un garrote.
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La mayoría de las historias de horror son de naturaleza sexual.
Lamento interrumpir el relato con esta información, pero presiento que debo poner en claro la espantosa conclusión de esta obra, que no es otra cosa que (al menos psicológicamente) una clara metáfora de los miedos a la impotencia sexual. La gran boca de la señora Leighton simboliza la vagina; la manguera del compresor es el pene. El inmenso y dominante volumen femenino es una representación mítica del temor sexual que, en mayor o menor grado, habita en cada varón: que la mujer, con su apertura, es una devota.
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En los escritos de Edgar A. Poe, Stephen King, Gerald Nately, y de todos aquellos que practican esta particular forma literaria, solemos encontrar tanto habitaciones cerradas como calabozos, además de mansiones desiertas (todos éstos símbolos del útero); escenas de entierros vivientes (impotencia sexual); el muerto que retorna de la tumba (necrofilia); monstruos o seres humanos grotescos (el temor exteriorizado al propio acto sexual); la tortura y/o el asesinato (una alternativa viable al acto sexual).
Estas posibilidades no siempre son válidas, pero el lector y el escritor deben tenerlos en cuenta al intentar este tipo de género.
La psicología anormal ha llegado a formar parte de la experiencia humana.
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La mujer produjo unos ruidos espesos e inconscientes con su garganta mientras él revolvía todo como loco en busca de un instrumento; la cabeza le colgaba entrecortadamente del grueso tallo de su cuello.
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Se apoderó de la manguera del compresor de aire.
—Bien —dijo con la voz ronca—. Ahora sí que está bien. Todo preparado.
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gorda puta vieja puta no has tenido tus suficientemente grandes está bien de acuerdo serás más grande serás aún más grande
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La aferró del cabello, le echó la cabeza hacia atrás y le metió la manguera por la boca, hasta la garganta. Ella gritó a través de eso, un sonido como el que podría emitir un gato.
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Parte de la inspiración para esta historia proviene de una vieja revista de horror de E.C. Comics (¡bu!), qué compré en una farmacia de Lisbon Falls. En cierta historia, un marido y su esposa se asesinan uno al otro de forma simultánea y de una manera mutuamente irónica (además de brillante). Él era muy obeso; ella estaba muy delgada. Él le introdujo por la garganta la manguera de un compresor de aire y la infló al tamaño de un dirigible. En su camino hacia abajo y como una trampa para bobos, ella se estrelló sobre él y lo aplastó hasta dejarlo como una sombra.
Cualquier autor que les asegure que nunca ha plagiado es dos veces mentiroso. Un buen autor empieza con ideas malas y con imposibilidades, y las amolda con los comentarios de la condición humana.
En una historia de horror es imperativo que lo grotesco sea elevado al estado de lo anormal.
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El compresor se puso en marcha con un whush y un traqueteo. La manguera se escapó de la boca de la señora Leighton. Riéndose tontamente, Gerald se la volvió a introducir. Los pies de la mujer se sacudieron y golpearon contra el suelo. Las carnes de sus mejillas y diafragma empezaron a inflarse rítmicamente. Sus ojos sobresalieron y se convirtieron en canicas de vidrio. Su torso comenzó a expandirse.
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aquí está aquí está piojosa no eres lo suficientemente todavía no eres lo suficientemente grande
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El compresor jadeó y traqueteó. La señora Leighton se infló como una pelota playera. Los pulmones se le pusieron tirantes.
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¡Miserables! ¡No disimuléis más tiempo! ¡Arrancad esas tablas; aquí está, aquí está! ¡Es el latido de su espantoso corazón!
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Ella pareció explotar de repente.
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Sentado en un hirviente cuarto de hotel en Bombay, Gerald reescribió la historia que había iniciado en una cabaña al otro lado del mundo. El título original había sido La Cerda. Luego de algunas deliberaciones lo rebautizó El Compresor de Aire Azul.
Había quedado satisfecho con la resolución. Había cierta falta de motivos en lo que respecta a la escena final, en la que es asesinada la vieja mujer, pero él no lo vio como una falta. En El Corazón Delator, la mejor de las historias de Edgar A. Poe, no existe una auténtica motivación para el asesinato del anciano, y así era como tenía que ser. El motivo no es lo que importa.
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Ella se volvió muy grande sólo antes del fin: hasta las piernas se le inflaron a dos veces su tamaño normal. En el mismo instante final, la lengua estalló fuera de su boca como fuegos de artificio.
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Tras abandonar Bombay, Gerald Nately siguió camino hacia Hong Kong, y luego a Kowloon. La guillotina de marfil atrapó su imaginación de inmediato.
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Como autor, puedo imaginar un sólo omega correcto para esta historia, y consiste en decirles cómo Gerald Nately se libró del cadáver. Arrancó las tablas del piso del cobertizo, desmembró a la señora Leighton, y enterró los pedazos bajo la arena.
Cuando notificó a la policía que la mujer había estado desaparecida durante una semana, el alguacil local y un policía estatal vinieron en seguida. Gerald los entretuvo con bastante naturalidad, incluso les ofreció café. No escuchó el latido de ningún corazón, aunque para ese entonces la entrevista se produjo en el caserón.
Al día siguiente él voló muy lejos, hacia Bombay, Hong Kong, y Kowloon.
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