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jueves, 29 de octubre de 2009

EL ARBOL


H. P. Lovecraft
EL ÁRBOL
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«Fata viam invenient.»

En una verde ladera del monte Menalo, en Arcadia, se halla un olivar en torno a las ruinas de una villa. Al lado se encuentra una tumba, antaño embellecida con las más sublimes esculturas, pero sumida ahora en la misma decadencia que la casa. A un extremo de la tumba, con sus peculiares raíces des­plazando los bloques de mármol del Pentélico, mancillados por el tiempo, crece un olivo antinaturalmente grande y de figura curiosamente repulsiva; tanto se asemeja a la figura de un hom­bre deforme, o a un cadáver contorsionado por la muerte, que los lugareños temen pasar cerca en las noches en que la luna bri­lla débilmente a través de sus ramas retorcidas. El monte Menalo es uno de los parajes predilectos de temible Pan, el de la multi­tud de extraños compañeros, y los sencillos pastores creen que el árbol debe tener alguna espantosa relación con esos salvajes silenos; pero un anciano abejero que vive en una cabaña de las cer­canías me contó una historia diferente.
Hace muchos años, cuando la villa de la cuesta era nueva y resplandeciente, vivían en ella los escultores Calos y Musides. La belleza de su obra era alabada de Lidia a Neápolis, y nadie osaba considerar que uno sobrepasaba al otro en habilidad. El Hermes de Calos se alzaba en un marmóreo santuario de Corinto, y la Palas de Musides remataba una columna en Atenas, cerca del Partenón. Todos los hombres rendían homenaje a Calos y Musi­des, y se asombraban de que ninguna sombra de envidia artís­tica enfriara el calor de su amistad fraternal.
Pero aunque Calos y Musides estaban en perfecta armonía, sus formas de ser no eran iguales. Mientras que Musides gozaba las noches entre los placeres urbanos de Tegea, Calos prefería quedarse en casa; permaneciendo fuera de la vista de sus esclavos al fresco amparo del olivar. Allí meditaba sobre las visiones que colmaban su mente, y allí concebía las formas de belleza que posteriormente inmortalizaría en mármol casi vivo. Los ociosos, por supuesto, comentaban que Calos se comunicaba con los espíritus de la arboleda, y que sus estatuas no eran sino imáge­nes de los faunos y las dríadas con los que se codeaba... ya que jamás llevaba a cabo sus trabajos partiendo de modelos vivos.
Tan famosos eran Calos y Musides que a nadie le extrañó que el tirano de Siracusa despachara enviados para hablarles acerca de la costosa estatua de Tycho que planeaba erigir en su ciudad. De gran tamaño y factura sin par había de ser la estatua, ya que habría de servir de maravilla a las naciones y convertirse en una meta para los viajeros. Honrado más allá de cualquier pensamiento resultaría aquel cuyo trabajo fuese elegido, y Calos y Musides estaban invitados a competir por tal distinción. Su amor fraterno era de sobra conocido, y el astuto tirano conjetu­raba que, en vez de ocultarse sus obras, se prestarían mutua ayuda y consejo; así que tal apoyo produciría dos imágenes de belleza sin par, cuya hermosura eclipsaría incluso los sueños de los poetas.
Los escultores aceptaron complacidos el encargo del tirano, así que en los días siguientes sus esclavos pudieron oír el ince­sante picoteo de los cinceles. Calos y Musides no se ocultaron sus trabajos, aun cuando se reservaron su visión para ellos dos solos. A excepción de los suyos, ningún ojo pudo contemplar las dos figuras divinas liberadas mediante golpes expertos de los bloques en bruto que las aprisionaban desde los comienzos del mundo.
De noche, al igual que antes, Musides frecuentaba los salo­nes de banquetes de Tegea, mientras Calos rondaba a solas por el olivar. Pero, según pasaba el tiempo, la gente advirtió cierta falta de alegría en el antes radiante Musides. Era extraña, comentaban entre sí, que esa depresión hubiera hecho presa en quien tenía tantas posibilidades de alcanzar los más altos hono­res artísticos. Muchos meses pasaron, pero en el semblante apa­gado de Musides no se leía sino una fuerte tensión que debía estar provocada por la situación.
Entonces Musides habló un día sobre la enfermedad de Calos, tras lo cual nadie volvió a asombrarse ante su tristeza, ya que el apego entre ambos escultores era de sobra conocido como profundo y sagrado. Por tanto, muchos acudieron a visitar a Calos, advirtiendo en efecto la palidez de su rostro, aunque había en él una felicidad serena que hacía su mirada más mágica que la de Musides... quien se hallaba claramente absorto en la ansiedad, y que apartaba a los esclavos en su interés por alimentar y cuidar al amigo con sus propias manos. Ocultas tras pesados cortinajes se encontraban las dos figuras inacabadas de Tycho, últimamente apenas tocadas por el convaleciente y su fiel enfermero.
Según desmejoraba inexplicablemente, más y más, a pesar de las atenciones de los perplejos médicos y las de su inquebran­table amigo, Calos pedía con frecuencia que le llevaran a la tan amada arboleda. Allí rogaba que le dejasen solo, ya que deseaba conversar con seres invisibles. Musides accedía invariablemente a tales deseos, aunque con lágrimas en los ojos al pensar que Calos prestaba más atención de faunos y dríadas que de él. Al cabo, el fin estuvo cerca y Calos hablaba de cosas del más allá. Musides, llorando, le prometió un sepulcro aún más hermoso que la tumba de Mausolo, pero Calos le pidió que no hablara más sobre glorias de mármol. Tan sólo un deseo se albergaba en el pensamiento del moribundo; que unas ramitas dé ciertos oli­vos de la arboleda fueran depositadas enterradas en su sepul­tura... junto a su cabeza. Y una noche, sentado a solas en la oscuridad del olivar, Calos murió.
Hermoso más allá de cualquier descripción resultaba el sepulcro de mármol que el afligido Musides cinceló para su amigo bienamado. Nadie sino el mismo Calos hubiera podido obrar tales bajorrelieves, en donde se mostraban los esplendores del Eliseo. Tampoco descuidó Musides el enterrar junto a la cabeza de Calos las ramas de olivo de la arboleda.
Cuando los primeros dolores de la pena cedieron ante la resignación, Musides trabajó con diligencia en su figura de Tycho. Todo el honor le pertenecía ahora, ya que el tirano no quería sino su obra o la de Calos. Su esfuerzo dio cauce a sus emociones y trabajaba más duro cada día, privándose de los pla­ceres que una vez degustaría. Mientras tanto, sus tardes transcu­rrían junto a la tumba de su amigo, donde un olivo joven había brotado cerca de la cabeza del yacente. Tan rápido fue el creci­miento de este árbol, y tan extraña era su forma, que cuantos lo contemplaban prorrumpían en exclamaciones de sorpresa, y Musides parecía encontrarse a un tiempo fascinado y repelido por él.
A los tres años de la muerte de Calos, Musides envió un mensajero al tirano, y se comentó en el ágora de Tegea que la tremenda estatua estaba concluida. Para entonces, el árbol de la tumba había alcanzado asombrosas proporciones, sobrepasando al resto de los de su clase, y extendiendo una rama singular­mente pesada sobre la estancia en la que Musides trabajaba. Mientras, muchos visitantes acudían a contemplar el árbol pro­digioso, así como para admirar el arte del escultor, por lo que Musides casi nunca se hallaba a solas. Pero a él no le importaba esa multitud de invitados; antes bien, parecía temer el quedarse a .solas ahora que su absorbente trabajo había tocado a su fin. El poco alentador viento de la montaña, suspirando a través del olivar y el árbol de la tumba, evocaba de forma extraña sonidos vagamente articulados.
El cielo estaba oscuro la tarde en que los emisarios del tirano llegaron a Tegea. De sobra era sabido que llegaban para hacerse cargo de la gran imagen de Tycho y para rendir honores impere­cederos a Musides, por los que los próxenos les brindaron un recibimiento sumamente caluroso. Al caer la noche se desató una violenta ventolera sobre la cima del Menalo, y los hombres de la lejana Siracusa se alegraron de poder descansar a gusto en la ciudad. Hablaron acerca de su ilustrado tirano, y del esplen­dor de su ciudad, refocilándose en la gloria de la estatua que Musides había cincelado para él. Y entonces los hombres de Tegea hablaron acerca de la bondad de Musides, y de su hondo penar por su amigo, así como de que ni aun los inminentes lau­reles del arte podrían consolarle de la ausencia del Calos, que podría haberlos ceñido en su lugar. También hablaron sobre el árbol que crecía en la tumba, junto a la cabeza de Calos. El viento aullaba aún más horriblemente, y tanto los siracusanos como los arcadios elevaron sus preces a Eolo.
A la luz del día, los próxenos guiaron a los mensajeros del tirano cuesta arriba hasta la casa del escultor, pero el viento nocturno había realizado extrañas hazañas. El griterío de los escla­vos se alzaba en una escena de desolación, y en el olivar ya no se levantaban las resplandecientes columnatas de aquel amplio salón donde Musides soñara y trabajara. Solitarios y estremeci­dos penaban los patios humildes y las tapias, ya que sobre el suntuoso peristilo mayor se había desplomado la pesada rama que sobresalía del extraño árbol nuevo, reduciendo, de una forma curiosamente completa, aquel poema en mármol a un montón de ruinas espantosas. Extranjeros y tegeanos quedaron pasmados, contemplando la catástrofe causada por el grande, el siniestro árbol cuyo aspecto resultaba tan extrañamente humano y cuyas raíces alcanzaban de forma tan peculiar el esculpido sepulcro de Calos. Y su miedo y desmayo aumentó al buscar entre el derruido aposento, ya que del noble Musides y de su imagen de Tycho maravillosamente cincelada no pudo hallarse resto alguno. Entre aquellas formidables ruinas no moraba sino el caos, y los representantes de ambas ciudades se vieron decep­cionados; los siracusanos porque no tuvieron estatua que llevar a casa; los tegeanos porque carecían de artista al que conceder los laureles. No obstante, los siracusanos obtuvieron una espléndida estatua en Atenas, y los tegeanos se consolaron erigiendo en el ágora un templo de mármol que conmemoraba los talentos, las virtudes y el amor fraternal de Musides.
Pero el olivar aún está ahí, así como el árbol que nace en la tumba de Calos, y el anciano abejero me contó que a veces las ramas susurran entre sí en las noches ventosas, diciéndose una y otra vez: «Oιδά ¡ Oιδά !»... yo sé! yo sé.!



jueves, 24 de enero de 2008

Las legiones de la tumba // H. P. LOVECRAFT

Las legiones de la tumba
H. P .Lovecraft


Cuando desapareció el doctor Herbert West, hace un año, la policía de Boston me sometió a un
minucioso interrogatorio. Sospechaban que me callaba cosas, o algo peor; pero no podía decirles la
verdad porque no me habrían creído. Sabían, efectivamente, que West había estado complicado en
actividades que iban más allá de la capacidad de crédito de los hombres ordinarios; pues sus
espantosos experimentos sobre la reanimación de cadáveres habían sido demasiado numerosas para
poder mantener un perfecto secreto en torno a ellos; pero la escalofriante catástrofe final adquirió
caracteres de demoníaca fantasía que me hacen dudar incluso de la realidad de lo que vi.
Yo era el amigo más allegado de West, y su único ayudante confidencial. Nos habíamos conocido
años antes en la Facultad de Medicina, y desde el principio había participado yo en sus terribles
investigaciones. Había intentado perfeccionar lentamente una solución que, inyectaba en las venas de
un recién fallecido, podía devolverle la vida. Este trabajo requería abundancia de cadáveres frescos, y
comportaba, consiguientemente, las actividades más espantosas. Más horribles aun eran los
resultados de alguno de sus experimentos: masas horrendas de carne que había estado muertas,
pero que West despertaba, dotándola de una ciega, insensata y nauseabunda animación. Estos eran
los resultados usuales; ya que para que volviera a despertar la mente era necesario que los
ejemplares fuesen absolutamente frescos, y que las delicadas células cerebrales no hubiesen sufrido
la más mínima descomposición.
Esta necesidad de cadáveres muy frescos supuso la ruina moral de West. Eran difíciles de conseguir;
y un día espantoso llegó a apoderarse de un ejemplar cuando aún estaba vivo y en todo su vigor. Un
forcejeo, una aguja, y un poderoso alcaloide lo convirtieron en cadáver fresquísimo, y el experimento
fue positivo durante un instante breve y memorable; pero West salió de él con un alma seca y
endurecida, y una mirada fría que observaba con una especie de calculadora y horrenda apreciación
de los hombres de cerebro especialmente sensible y un físico vigoroso. Hacia el final, cobré a West
un intenso terror, ya que empezaba a mirarme de esa misma manera. La gente no parecía darse
cuenta de sus miradas, aunque me notaba asustado; y tras su desaparición, se valieron de eso para
propalar unas sospechas absurdas.
En realidad West tenía más miedo que yo; sus abominables trabajos le hacían llevar una vida furtiva y
llena de sobresaltos. En parte era la polic ía quien le daba miedo; pero a veces su nerviosismo era
más hondo y brumoso, y estaba relacionado con abominaciones indescriptibles a las que había
inyectado una vida morbosa, y en las que no había visto extinguirse dicha vida. Por lo general,
terminaba sus experimentos con el revólver; pero a veces no era bastante rápido. Es lo que ocurrió
con aquel primer ejemplar en cuya saqueada sepultura se descubrieron más tarde huellas de
arañazos. Y lo que sucedió también con el cadáver de aquel profesor de Arkham que cometió actos
de canibalismo antes de ser capturado y encerrado sin identificar en una celda del manicomio de
Sefton donde estuvo dieciséis años golpeándose la cabeza contra las paredes. Casi todos los demás
resultados que posiblemente subsistían eran productos de lo que resulta más difícil hablar, dado que
en los últimos años, el celo científico de West había degenerado en una manía insana y fantástica, y
había consagrado su prodigiosa habilidad a vitalizar cuerpos enteramente humanos, sino trozos
aislados de cadáveres, o partes unidas a una materia orgánica no humana. En la época en que
desapareció. Se había convertido en algo diabólicamente repugnante; muchos de los experimentos
no podrían ser referidos en la letra impresa. La Gran Guerra, en la que servimos los dos como
cirujanos, había intensificado este aspecto de West. Al decir que el miedo de West a sus ejemplares
era brumoso pensaba sobre todo en el carácter complejo de ese sentimiento. En parte se debía sólo
al hecho de saber que aún seguían existiendo esos monstruos abominables, y en parte a su miedo al
daño corporal que podían infringirle en determinadas circunstancias. La desaparición de estos seres
aumentaban el horror de la situación: West sólo conocía el paradero de uno de ellos, la lastimosa
criatura del manicomio. Pero, además, había un miedo más sutil: una sensación verdaderamente
fantástica, consecuencia de un extraño experimento que llevó a cabo en el ejército canadiense, en
1915. En medio de una enconada batalla, West había reanimado al comandante Eric Moreland
Las legiones de la tumba Página 1 de 3
Clapman-Lee, D.S.O., colega nuestro que estaba al tanto de sus experimentos, y el cual podía
haberlos duplicado. Le había seccionado la cabeza a fin de poder estudiar las posibilidades de vida
cuasi-inteligente del tronco. El experimento dio resultado en el mismo instante en que el edificio era
barrido por una granada alemana. El tronco se movió de forma inteligente; y, por increíble que
parezca, tuvimos la seguridad de que brotaron sonidos articulados de la cabeza seccionada que
estaba en el fondo oscuro del laboratorio. En cierto modo, la granada fue misericordiosa. Pero West
jamás estuvo seguro, como habría sido su deseo, de que fuéramos el y yo los únicos supervivientes.
Después, solía hacer estremecedoras conjeturas sobre lo que sería capaz de hacer un médico
decapitado con capacidad para reanimar a los muertos.
La última residencia de West fue una venerable casa, muy elegante, que dominaba uno de los más
antiguos cementerios de Boston. Había escogido el lugar por razones puramente simbólicas y
fantásticas, ya que la mayoría de los enterramientos databan del periodo colonial, y por tanto era muy
poca utilidad para un científico que necesitaba cadáveres frescos. Había instalado el laboratorio en un
subsótano secretamente construido por obreros traídos de otra región, y en él tenía un gran
incinerador para la total y discreta eliminación de los cadáveres, fragmentos y remedos sintéticos de
cuerpos que quedaban de los morbosos experimentos e impías diversiones del dueño. Durante la
excavación de este sótano, los obreros habían dado con cierta albañilería extraordinariamente
antigua; sin duda comunicaba con el viejo cementerio, aunque era demasiado profunda para que
desembocara en ningún sepulcro conocido. Después de muchos cálculos, West concluyó que debía
de haber alguna cámara secreta bajo la tumba de los Averill, en la que el último enterramiento se
había efectuado en 1768. Yo estaba con él cuando estudió las paredes goteantes y nitrosas que
habían dejado al descubierto las palas y los picos de los obreros, y estaba preparado para el
espantoso escalofrío que nos aguardaba en el instante de descubrir los secretos sepulcrales y
seculares; pero por primera vez, la nueva timidez de West se impuso a su natural curiosidad, y
traicionó su degenerada fibra imponiéndole que dejase intacta la albañilería y la tapase con yeso. Y
así permaneció, hasta la noche infernal, como parte de las paredes del laboratorio secreto. He
hablado del debilitamiento de West, pero debo añadir que era puramente mental e intangible.
Exteriormente, fue él mismo hasta el final: tranquilo, frío, delgado, con el pelo amarillo, ojos azules y
con gafas, y un aspecto general de joven que los años y los terrores no llegaron a cambiar. Parecía
sereno incluso cuando pensaba en aquella sepultura arañada y miraba por encima del hombro, o
cuando pensaba en aquel ser carnívoro que mordía y manoteaba los barrotes de Sefton.
El final de Herbert West comenzó una tarde, en nuestro despacho común, cuando alternaba su
extraña mirada entre el periódico y yo. Un curioso titular había atraído su atención desde las
arrugadas páginas, y una zarpa titánica pareció atraparle desde dieciséis años atrás. En el manicomio
de Sefton, a cincuenta millas de distancia había sucedido algo espantoso e increíble que había dejado
estupefactos al vecindario y perpleja a la polic ía. A primeras horas de la madrugada; un grupo de
hombres silenciosos había penetrado en el parque de la institución y su jefe había despertado a los
celadores. Era una amenazadora figura militar que hablaba sin mover los labios; cuya voz parecía
conectada casi ventrilocuamente a un gran estuche negro que, transportaba. Su inexpresivo rostro
tenía las facciones bien parecidas, hasta a punto de dar la impresión de una belleza radiante, aunque
el director se había llevado un sobresalto cuando la luz del vestíbulo cayó sobre él, ya que era un
rostro de cera, y los ojos de cristal pintado. Debió de sucederle algún accidente atroz a este hombre.
Otro, más alto, guiaba sus pasos: un sujeto repugnante cuya cara azulenca aparecía medio devorada
por alguna enfermedad desconocida. El que hablaba pidió que le cediesen la custodia del monstruo
caníbal traído de Arkham hacia dieciséis años; y al serle negada, dio una señal que provocó un
espantoso alboroto. Los demonios aquellos golpearon, patearon y mordieron a todos los celadores
que no lograron huir; mataron a cuatro, y finalmente consiguieron liberar al monstruo. Estas víctimas,
que podían recordar el suceso sin histerismos, juraban que las criaturas se habían comportado menos
como hombres que como puros autómatas guiados por el jefe de cabeza de cera. Cuando les llegó
ayuda, aquellos hombres y la criatura caníbal habían desaparecido sin dejar rastro.
Desde el momento en que leyó el art ículo, hasta la medianoche, West permaneció casi paralizado. A
las doce sonó el timbre de la puerta y se sobresaltó terriblemente. Todos los criados se encontraban
durmiendo en el ático, de modo que fui yo a abrir. Como he contado a la policía, no había ningún
Las legiones de la tumba Página 2 de 3
vehículo en la calle; sólo vi un grupo de figuras de aspecto extraño, con un gran estuche cuadrado
que depositaron en la entrada, después de gruñir uno de ellos con voz asombrosamente inhumana:
"Correo urgente; pagado". Salieron de la casa con paso desigual, y al verles alejarse, tuve el extraño
convencimiento de que se dirigían al antiguo cementerio con el que lindaba la parte de atrás de la
casa. Al oírme cerrar la puerta de golpe, bajó West y miró la caja. Tenía unos dos pies cuadrados, y
llevaba el nombre correcto de West, con su actual dirección. También traía remitente: "Eric Moreland
Clapman-Lee, St. Clare. Eloi, Flandes". Seis años antes, en Flandes, el hospital se había
derrumbado, a causa de una granada, sobre el tronco decapitado y reanimado del doctor Clapman-
Lee, y sobre su cabeza separada, la cual (quizá) había llegado a proferir sonidos articulados. Ahora
West ni siquiera se emocionó. Su estado era más espantoso. Dijo rápidamente: "Es el fin... pero
incineremos... ésto". Transportamos la caja al laboratorio, con el oído atento. No recuerdo muchos de
los detalles -ya pueden imaginar mi estado psíquico-, pero es una mentira maliciosa decir que fue el
cuerpo de Hebert West lo que metí en el incinerador. Entre los dos, introdujimos la caja sin abrir,
cerramos la puerta, y conectamos la corriente. Y no brotó sonido alguno la caja.
Fue West quien observó primero que se caía el yeso de una parte de la pared, donde había sido
cubierta la antigua albañilería de la tumba. Iba yo a echar a correr, pero él me retuvo. Entonces vi una
pequeña abertura negra, sentí una bocanada de viento frío y hediondo, y percibí el olor de las
entrañas abominables de una tierra putrescente. No oímos ningún ruido; pero en ese preciso instante
se apagaron las luces, y vi recortarse contra cierta fosforescencia del mundo inferior una horda de
seres silenciosos que avanzaban penosamente, producto de la locura... o de algo peor. Sus siluetas
eran humanas, semihumanas; se trataba de una horda grotescamente heterogénea. Retiraban las
piedras en silencio, una a una, del muro secular. Luego, cuando la brecha fue bastante ancha,
entraron al laboratorio en fila de a uno, guiados por el ser de paso solemne y cabeza de cera. Una
especie de monstruosidad con ojos desorbitados que marchaba detrás del jefe agarró a Herbert West.
West no se resistió ni profirió grito alguno. Luego se abalanzaron todos sobre él y lo despedazaron
ante mis ojos, llevándose sus trozos a la cripta subterránea de fabulosas abominaciones. El jefe de
cabeza de cera, que iba vestido con uniforme de oficial canadiense, se llevó la cabeza de West. Al
desaparecer, vi que sus ojos azules; detrás de las gafas, centelleaban espantosamente, revelando
por primera vez una frenética y visible emoción.
Los criados me encontraron inconsciente por la mañana. West había desaparecido. E1 incinerador
contenía sólo ceniza inidentificable. Los detectives me han interrogado; pero, ¿qué puedo decir?. No
relacionarán a West, con la tragedia de Sefton; ni con éso, ni con los hombres de la caja, cuya
existencia niegan. Les he hablado de la cripta; pero ellos me han enseñado el yeso intacto de la
pared, y se han reído. Así que no les he contado nada más. Quieren dar a entender que estoy loco, o
que soy un asesino... probablemente es que estoy loco. Pero podría no ser así, si esas condenadas
legiones de las tumbas no estuviesen tan calladas.

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