Umberto Eco
Tv: La Transparencia Perdida
1. La Neo TV
Erase una vez la Paleotelevisión, que se hacía en Roma
o en Milán, para todos los espectadores, y que hablaba de inauguraciones
presididas por ministros y procuraba que el público aprendiera sólo cosas
inocentes, aun a costa de decir mentiras. Ahora, con la multiplicación de
cadenas, con la privatización, con el advenimiento de nuevas maravillas
electrónicas, estamos viviendo la época de la Neotelevisión. De la Paleo TV
podía hacerse un pequeño diccionario con los nombres de los protagonistas y los
títulos de las emisiones. Con la Neo TV sería imposible, no sólo porque los
personajes y las rúbricas son infinitos, no sólo porque nadie alcanza ya a
recordarlos y reconocerlos, sino también porque el mismo personaje desempeña
hoy diversos papeles según hable en las pantallas estatales o privadas. Ya se
han realizado estudios sobre las características de la Neo TV (por ejemplo, la
reciente investigación sobre programas de entretenimiento, llevada a cabo por
cuenta de la comisión parlamentaria de vigilancia, por un grupo de
investigadores de la Universidad de Bolonia). El discurso que sigue no quiere
ser un resumen de ésta o de otras investigaciones importantes, pero tiene en
cuenta el nuevo panorama que estos trabajos han descubierto.
La característica principal de la Neo TV es que cada
vez habla menos (como hacía o fingía hacer la Paleo TV) del mundo exterior.
Habla de sí misma y del contacto que está estableciendo con el público. Poco
importa qué diga o de qué hable (porque el público, con el telemando, decide
cuándo dejarla hablar y cuándo pasar a otro canal). Para sobrevivir a ese poder
de conmutación, trata entonces de retener al espectador diciéndole: “Estoy
aquí, yo soy yo y yo soy tú.” La máxima noticia que ofrece la Neo TV, ya hable
de misiles o de Stan Laurel que hace caer un armario, es ésta: “Te anuncio, oh
maravilla, que me estás viendo; si no lo crees, pruébalo, marca este número,
llámame y te responderé”.
Después de tantas dudas, al fin algo seguro: la
Neotelevisión existe. Es verdadera porque es ciertamente una invención
televisiva.
2. Informacion y Ficcion
Hay una dicotomía fundamental a la que recurren de
modo tradicional (y no del todo erróneo) tanto el sentido común como muchas
teorías de la comunicación para definir lo real. A la luz de esta dicotomía,
los programas televisivos pueden dividirse, y se dividen en la opinión común,
en dos grandes categorías:
1. Programas de
información, en los que la TV ofrece
enunciados acerca de hechos que se verifican independientemente de ella. Puede
hacerlo de forma oral, a través de tomas en directo o en diferido, o de
reconstrucciones filmadas o en estudio. Los acontecimientos pueden ser
políticos, de crónica de sucesos, deportivos o culturales. En cada uno de estos
casos, el público espera que la televisión cumpla con su deber: a) diciendo
la verdad, b) diciéndola según unos criterios de importancia y de proporción,
c) separando la información de los comentarios. Respecto a decir la verdad, sin entrar en
disquisiciones filosóficas, diremos que el sentido común reconoce como
verdadero un enunciado cuando, a la luz de otros métodos de control o de
enunciados procedentes de fuentes alternativas veraces, se confirma que
corresponde a un estado de hecho (cuando el telediario dice que ha nevado en
Turín, dice la verdad si el hecho es confirmado por la oficina meteorológica).
Se protesta si lo que la televisión dice no corresponde a los hechos. Este
criterio es también válido en aquellos casos en que la TV refiere, en resumen o
por entrevista, opiniones ajenas (sea de un político, de un crítico literario o
de un comentarista deportivo): la TV no se juzga por la veracidad de cuanto
dice el entrevistado, sino por el hecho de que éste sea realmente quien
corresponde al nombre y a la función que le son atribuidos y de que sus
declaraciones no sean resumidas o mutiladas para hacerle decir algo que él (con
datos en la mano) no ha dicho.
Los criterios de proporción y de importancia son más
vagos que los de veracidad. De cualquier modo, se acusa a la TV cuando se cree
que privilegia ciertas noticias en detrimento de otras, o que omite quizás
otras consideraciones importantes, o que sólo refiere algunas opiniones
excluyendo otras.
En lo que respecta a la diferencia entre información
y comentario, también se considera
intuitiva, aun cuando se sabe que ciertas modalidades de selección y montaje de
las noticias pueden constituir un comentario implícito. En cualquier caso, se
cree disponer de parámetros (de diversa irrebatibilidad) para determinar cuando
la TV informa “correctamente”.
2. Programas de
fantasía o de ficción, habitualmente
denominados espectáculos (dramas, comedias, óperas, películas, telefilms). En
tales casos, el espectador pone en ejecución por consenso eso que se llama
suspensión de la incredulidad y acepta “por juego” tomar por cierto y dicho
“seriamente” aquello que es en cambio efecto de construcción fantástica. Se
juzga aberrante el comportamiento de quien toma la ficción por realidad
(escribiendo incluso misivas insultantes al actor que personifica al “malo”).
Sin embargo, se admite también que los programas de ficción vehiculan una
verdad en forma parabólica (entendiendo por esto la afirmación de
principios morales, religiosos, políticos). Se sabe que esta verdad parabólica
no puede estar sujeta a censura, por lo menos no del mismo modo que la verdad
de la información. A lo sumo, se puede criticar (aportando algunas bases
“objetivas” de documentación) el hecho de que la TV haya insistido en presentar
programas de ficción que acentuaban unilateralmente una particular verdad
parabólica (por ejemplo, proyectando películas sobre los inconvenientes del
divorcio cuando era inminente un referéndum sobre el tema).
En todo caso, en lo que se refiere a los programas
informativos, se cree posible lograr una valoración aceptable
intersubjetivamente respecto de la concordancia entre noticia y hechos;
mientras que se discute subjetivamente la verdad parabólica de los programas de
ficción y se intenta al máximo lograr una valoración aceptable
intersubjetivamente respecto a la ecuanimidad con que son proporcionalmente
presentadas verdades parabólicas en conflicto.
La diferencia entre estos dos tipos de programas se
refleja en los modos en que los órganos de control parlamentario, la prensa o
los partidos políticos promueven censuras a la televisión. Una violación de los
criterios de veracidad en los programas de información da lugar a
interpelaciones parlamentarias y artículos o editoriales de primera plana. Una
violación (considerada siempre opinable) de los criterios de ecuanimidad en los
programas de ficción provoca artículos en tercera página o en la sección
televisiva.
En realidad, rige la opinión generalizada (que se traduce
en comportamientos políticos y culturales) de que los programas informativos
poseen relevancia política, mientras que los de ficción sólo tienen
importancia cultural, y como tales no son de competencia del
político. En efecto, se justifica que un parlamentario, comunicados de ANSA en
mano, intervenga para criticar una transmisión del telediario juzgada facciosa
o incompleta, pero no su intervención, obras de Adorno en mano, para criticar
un espectáculo televisivo como apología de costumbres burguesas.
Esta diferencia se refleja también en la legislación
democrática, que persigue las falsedades en acto público pero no los delitos de
opinión.
No se trata aquí de criticar esta distinción o de
invocar nuevos criterios (antes bien se desanimaría una forma de control
político que se ejercitase sobre las ideologías implícitas en los programas de
ficción). No obstante, se quiere señalar una dicotomía arraigada en la cultura,
en las leyes y en las costumbres.
3. Mirar a La Camara
Sin embargo, esta dicotomía ha sido neutralizada desde
los comienzos de la TV por un fenómeno que podía comprobarse tanto en los
programas informativos como en los de ficción (en particular en aquellos de
carácter cómico, como los espectáculos de revista).
El fenómeno tiene relación con la oposición entre quien habla mirando a la cámara y quien
habla sin mirar a la cámara.
De ordinario, en la televisión, quien habla mirando a
la cámara se representa a sí mismo (el locutor televisivo, el cómico que recita
un monólogo, el presentador de una transmisión de variedades o de un concurso),
mientras que quien lo hace sin mirar a la cámara representa a otro (el actor
que interpreta un personaje ficticio). La contraposición es grosera, porque
puede haber soluciones de dirección por las que el actor de un drama mira a la
cámara, y existen debates políticos y culturales cuyos participantes hablan sin
mirar a la cámara. Sin embargo, la contraposición nos parece válida desde este
punto de vista: quienes no miran a la cámara hacen algo que se considera (o se
finge considerar) que harían también si la televisión no estuviese allí,
mientras que quien habla mirando a la cámara subraya el hecho de que allí está
la televisión y de que su discurso se produce justamente porque allí está la
televisión.
En este sentido, no miran a la cámara los
protagonistas reales de un hecho de crónica tomado por las cámaras mientras el
hecho sucede; no miran a la cámara los participantes de un debate, porque la
televisión los “representa” empeñados en una discusión que podría suceder
también en otro lugar; no mira a la cámara el actor, porque quiere crear
precisamente la ilusión de realidad, como si lo que hace formase parte de la
vida real extratelevisiva (o extrateatral o extracinematográfica). En este
sentido, se atenúan las diferencias entre información y espectáculo, porque la
discusión no sólo se produce como espectáculo (y trata de crear una ilusión de
realidad), sino que también el director, que recoge un acontecimiento del que
quiere mostrar la espontaneidad, se preocupa de que sus protagonistas no se den
cuenta o muestren no darse cuenta de la presencia de las cámaras, pidiéndoles
que no miren (no hagan señas) hacia éstas. En este caso, se produce un fenómeno
curioso: la televisión quiere, aparentemente, desaparecer en tanto que sujeto
del acto de enunciación, pero sin engañar con esto al público, que sabe que la
televisión está presente y es consciente de que eso que ve (real o ficticio)
ocurre a mucha distancia y es visible precisamente en virtud del canal televisivo.
Pero la televisión hace sentir su presencia exacta y solamente en tanto que
canal.
En casos como éste, se acepta a menudo que el público
se proyecte e identifique, viviendo en el suceso representado sus propias
pulsiones o eligiendo como modelos a sus protagonistas, pero este hecho se
considera normal televisivamente (habría que consultar a los psicólogos acerca
de la valoración de la normalidad de la intensidad de proyección o de
identificación actuada por los espectadores individualmente).
Por el contrario, el caso de quien mira a la cámara es
diferente. Al colocarse de cara al espectador, éste advierte que le está
hablando precisamente a él a través del medio televisivo, e implícitamente se
da cuenta de que hay algo “verdadero” en la relación que se está estableciendo,
con independencia del hecho de que se le esté proporcionando información o se
le cuente sólo una historia ficticia. Se está diciendo al espectador: “No soy
un personaje de fantasía, estoy de veras aquí y de veras os estoy hablando”.
Resulta curioso que esta actitud, que subraya de modo
tan evidente la presencia del medio televisivo, produzca en los espectadores
“ingenuos” o “enfermos” el efecto opuesto. Estos espectadores pierden el
sentido de la mediación televisiva y del carácter fundamental de la transmisión
televisiva, esto es, que se emite a gran distancia y se dirige a una masa
indiscriminada de espectadores. Es una experiencia común, no sólo de
presentadores de programas de entretenimiento, sino también de cronistas
políticos, el recibir cartas o llamadas telefónicas de espectadores
(calificados de anormales) en las que éstos preguntan: “Dígame si ayer por la
noche usted me miraba de veras a mí, y en la emisión de mañana hágamelo saber a
través de una seña”.
En estos casos (incluso cuando no están subrayados por
comportamientos aberrantes), advertimos que no
está ya en cuestión la veracidad del enunciado, es decir, la concordancia entre enunciado y
hechos, sino más bien la veracidad de la
enunciación, que concierne a la
cuota de realidad de todo lo que sucede en la pantalla (y no de cuanto se dice
a través de ella). Nos encontramos frente a un problema radicalmente diferente
que, como se ha visto, recorre de manera bastante indistinta tanto las
transmisiones informativas como las de ficción.
A este nivel, desde mediados de los años cincuenta, el
problema se ha complicado con la aparición del más típico de los programas de
entretenimiento, el concurso o telequiz. ¿El concurso dice la verdad o pone en
escena una ficción?
Se sabe que provoca ciertos hechos mediante una puesta
en escena preestablecida; pero también se sabe, y por evidente convención, que
los personajes que aparecen concursando allí son verdaderos (el público
protestaría si supiese que se trata de actores) y que las respuestas de los
concursantes son valoradas en términos de verdaderas o falsas (o exactas y
equivocadas). En este sentido, el presentador del concurso es al mismo tiempo
garante de una verdad “objetiva” (o es verdadero o es falso que Napoleón murió
el 5 de mayo de 1821) y está sujeto al control de la veracidad de sus juicios
(mediante la metagarantía del notario público). ¿Por qué aquí se hace necesario
el notario, mientras que no se considera necesario un garante para autentificar
la veracidad de las afirmaciones del locutor del telediario? No es sólo porque
se trata de un juego y porque estén en juego grandes ganancias, sino también
porque no está dicho que el presentador deba decir siempre la verdad. En
realidad, sería aceptable la situación en la que un presentador del concurso
presentara a un cantante célebre con su propio nombre y luego se descubriera
que se trata de un imitador. El presentador puede hacerlo incluso “por
bromear”.
Se perfila así, desde tiempos ya lejanos, una especie
de programas en los que el problema de la veracidad de los enunciados empieza a
ser ambiguo, mientras que la veracidad del acto de enunciación es absolutamente
indiscutible: el presentador está allí, frente a la cámara, y habla al público,
representándose a sí mismo y no a un personaje ficticio.
La fuerza de esta verdad, que el presentador anuncia e
impone quizás implícitamente, es tal que alguien puede creer, como hemos visto,
que le habla sólo a él.
El problema existía pues desde el principio, pero
estaba, no sabemos con cuánta intencionalidad, exorcizado, tanto en las
transmisiones de información como en las de entretenimiento. Las transmisiones
de información tendían a reducir al mínimo la presencia de personas que miraran
a la cámara. Salvo la anunciadora (que funciona como vínculo entre programas),
las noticias no eran leídas, dichas o comentadas en video, sino sólo en audio,
mientras que en la pantalla se sucedían telefotos, reportajes filmados, incluso
a costa de recurrir a material de archivo que denunciaba su propia naturaleza.
La información tendía a comportarse como los programas de ficción. La única
excepción la constituían personajes carismáticos como Ruggiero Orlando, a quien
el público reconocía una naturaleza híbrida entre cronista y actor, y a quien
podían perdonar incluso comentarios, gestos teatrales y fanfarronadas.
Por su parte, los programas de entretenimiento —cuyo
ejemplo principal era Lascia o Raddoppia
(Lo toma o lo deja)— tendían a
asumir las características de las emisiones de información: Mike Bongiorno no
se proponía como “invención” o ficción, se colocaba como mediador entre el
espectador y algo que sucedía de manera autónoma.
Pero la situación se fue complicando cada vez más. Un
programa como Specchio segreto (Espejo secreto, una especie de Cámara indiscreta ) debía su fascinación
a la convicción de que las acciones de sus víctimas (sorprendidas por la cámara
oculta, que no podían ver) era algo verdadero,
y sin embargo todo el mundo se
divertía, pues se sabía que eran las intervenciones provocadoras de Loy las que
hacían que ocurriera lo que ocurría, las que hacían que sucediese en cierta
manera como si se estuviera en un teatro. La ambigüedad era
todavía más intensa en programas como Te
la dò io l’America (Te regalo América), donde se asumía que la Nueva York
que Grillo mostraba era “verdadera”, y se aceptaba no obstante que Grillo se
entrometiera para determinar el curso de los acontecimientos como si se tratase
de teatro.
En fin, para confundir más las ideas, llegó el
programa contenedor donde, por algunas horas, un conductor habla, hace escuchar
música, presenta una escenificación y después un documental o un debate o
incluso noticias. En este punto, hasta el espectador superdesarrollado confunde
los géneros. Llega a sospechar que el bombardeo de Beirut sea un espectáculo y
a dudar de que el público de jovencitos que aplaude en el estudio a Beppe
Grillo esté compuesto de seres humanos.
En resumen, estamos hoy ante unos programas en los que
se mezclan de modo indisoluble información y ficción y donde no importa que el
público pueda distinguir entre noticias “verdaderas” e invenciones ficticias.
Aun admitiendo que se esté en situación de establecer la distinción, ésta
pierde valor respecto a las estrategias que estos programas llevan a efecto
para sostener la autenticidad del acto de enunciación.
Con este fin, tales programas ponen en escena el
propio acto de la enunciación a través de simulacros
de la enunciación, como cuando se
muestran en pantalla las cámaras que están filmando lo que sucede. Toda una
estrategia de ficciones se pone al servicio de un efecto de verdad.
El análisis de todas estas estrategias revela el
parentesco que liga los programas informativos con los de entretenimiento: el
TG2 (Telediario 2) puede considerarse como un estudio abierto, en el que la
información ya había hecho suyos los artificios de producción de realidad de la
enunciación típicos del entretenimiento.
Nos encaminamos, por tanto, hacia una situación
televisiva en que la relación entre el enunciado y los hechos resulta cada vez
menos relevante, con respecto a la relación entre la verdad del acto de
enunciación y la experiencia de recepción por parte del espectador.
En los programas de entretenimiento (y en los
fenómenos que producen y producirán de rebote sobre los programas de
información “pura”) cuenta siempre menos el hecho de que la televisión diga la
verdad que el hecho de que ella sea la
verdad, es decir, que esté hablando
de veras al público y con la participación (también representada como simulacro)
del público.
4. Estoy Transmitiendo, y es
Verdad
Entra así en crisis la relación de verdad factual
sobre la que reposaba la dicotomía entre programas de información y programas
de ficción, y esta crisis tiende cada vez más a implicar a la televisión en su
conjunto, transformándola de vehículo de
hechos (considerado neutral) en aparato para la producción de hechos, es decir, de espejo de la realidad pasa a ser
productora de realidad.
A tal fin, es interesante ver el papel público y evidente
que desempeñan ciertos aspectos del
aparato de filmación, aspectos que en la Paleo TV debían permanecer ocultos al
público.
La
jirafa. En la
Paleo TV, había un aullido de alarma que preludiaba las llamadas de atención,
las cartas de despido y el hundimiento de honradas carreras: ¡Jirafa en
pantalla! La jirafa, es decir, el micrófono, no debía verse, ni en sombra (en
el sentido de que la jirafa era temidísima). La televisión se obstinaba
patéticamente en presentarse como realidad y, por tanto, había que ocultar el
artificio. Después, la jirafa hizo su entrada en los concursos, más tarde en
los telediarios y por último en diferentes espectáculos experimentales. La
televisión ya no oculta el artificio, por el contrario, la presencia de la
jirafa asegura (incluso cuando no es cierto) que la emisión es en directo. Por
lo tanto, en plena naturaleza. Por consiguiente, la presencia de la jirafa
sirve ahora para ocultar el artificio.
La
cámara. Tampoco
debía verse la cámara. Y también la cámara ahora se ve. Al mostrarla, la
televisión dice: “Yo estoy aquí, y si estoy aquí, esto significa que delante de
vosotros tenéis la realidad, es decir, la televisión que filma. Prueba de ello
es que, si agitáis la mano delante de la cámara, os verán en casa”. El hecho
inquietante es que, si en televisión se ve una cámara, no es ciertamente la que
está filmando (salvo en casos de complejas puestas en escena con espejos). Por
tanto, cada vez que la cámara aparece, está mintiendo.
El
teléfono del telediario. La Paleo TV mostraba personajes de comedia que
hablaban por teléfono, es decir, informaba sobre hechos verdaderos o
presuntamente verdaderos que sucedían fuera de la televisión. La Neo TV usa el
teléfono para decir: “Estoy aquí, conectada a mi interior con mi propio cerebro
y, en el exterior, con vosotros que me estáis viendo en este momento”. El
periodista del telediario usa el teléfono para hablar con la dirección:
bastaría con un interfono, pero entonces se escucharía la voz de la dirección
que, por el contrario, debe permanecer misteriosa: la televisión habla con su
propia secreta intimidad. Pero lo que el telecronista oye es verdadero y
decisivo. Dice: “En un momento veremos las imágenes filmadas”, y justifica así
largos segundos de espera, porque lo filmado debe venir del lugar justo, en el
momento justo.
El
teléfono de Portobello. El teléfono de Portobello, y de
transmisiones análogas, pone en contacto el gran corazón de la televisión con
el gran corazón del público. Es el signo triunfal del acceso directo, umbilical
y mágico. Vosotros sois nosotros, podéis formar parte del espectáculo. El mundo
del que os habla la televisión es la relación entre nosotros y vosotros. El
resto es silencio.
El
teléfono de la subasta. Las Neo TV privadas han inventado la subasta.
Con el teléfono de la subasta, el público parece determinar el ritmo del propio
espectáculo. De hecho, las llamadas son filtradas y es legítimo sospechar que
en los momentos muertos se use una llamada falsa para hacer subir las ofertas.
Con el teléfono de la subasta, el espectador Mario, al decir “cien mil”,
convence al espectador José de que vale la pena decir “doscientas mil”. Si sólo
llamase un espectador, el producto sería vendido a un precio muy bajo. No es el
subastador quien induce a los telespectadores a gastar más, es un telespectador
quien induce a otro, o bien el teléfono. El subastador es inocente.
El
aplauso. En la Paleo TV el aplauso debía parecer verdadero y espontáneo. El público en el estudio
aplaudía cuando aparecía un letrero luminoso, pero el público que veía la
emisión en su televisor no debía saberlo. Naturalmente ha llegado a saberlo y
la Neo TV ha dejado de fingir: el presentador dice “¡Y ahora, un gran aplauso!”
El público del estudio aplaude y el espectador en su casa se siente satisfecho,
porque sabe que el aplauso no es fingido. No le interesa que sea espontáneo,
sino que sea de veras televisivo.
5. La Puesta en Escena
Entonces, ¿la televisión ya no muestra
acontecimientos, esto es, hechos que ocurren por sí mismos, con independencia
de la televisión y que se producirían también si ésta no existiese?
Cada vez menos. Cierto, en Vermicino un niño cayó de veras en un pozo y de veras murió. Pero todo lo
que se desarrolló entre el principio del accidente y la muerte del niño sucedió
como sucedió porque la televisión estaba allí. El hecho captado televisivamente
en su mismo inicio se convirtió en una puesta
en escena.
No vale la pena referirse aquí a los estudios más
recientes y decisivos sobre el tema, y pienso en el fundamental libro de Bettetini,
Produzione del senso y messa in scena
: basta apelar al sentido común. El espectador de inteligencia media sabe muy
bien que cuando la actriz besa al actor en una cocina, en un yate o en un
prado, incluso cuando se trata de un prado verdadero (con frecuencia es el
campo romano o la costa yugoslava), se trata de un prado elegido, predispuesto, seleccionado, y por tanto en cierta medida falsificado a fines del rodaje.
Hasta aquí el sentido común. Pero el sentido común (y
a menudo también la atención crítica) se halla mucho más desarmado con respecto
a lo que se llama transmisión en directo. En ese caso, se sabe (incluso aunque
se desconfía y se supone que el directo es un diferido enmascarado) que las
cámaras transmiten desde el lugar donde sucede algo, algo que ocurriría de
todos modos, aunque no estuvieran presentes las cámaras de televisión.
Desde los principios de la televisión, se sabe que
incluso el directo presupone una elección, una manipulación. En mi lejano
ensayo “El azar y la intriga” (ahora en Obra
abierta ) traté de mostrar cómo un conjunto de tres o más cámaras que
transmiten un partido de fútbol (acontecimiento que por definición sucede por
razones agonísticas, donde el delantero centro no se prestaría a fallar un gol
por exigencias del espectáculo, ni el portero a dejarlo pasar) opera una
selección de los hechos, enfoca ciertas acciones y omite otras, intercala tomas
del público en menoscabo del juego y viceversa, encuadra el terreno de juego
desde una perspectiva determinada. En suma, interpreta,
nos ofrece un partido visto por el
realizador del programa y no un partido en sí.
Pero este análisis no cuestionaba el hecho
indiscutible de que el evento ocurriese con independencia de su transmisión.
Esta transmisión interpretaba un hecho que ocurría de forma autónoma, ofrecía
una parte de éste, una sección, un punto de vista, aunque se trataba siempre de
un punto de vista sobre la “realidad” extratelevisiva.
Tal consideración es, sin embargo, afectada por una
serie de fenómenos que percibimos en seguida:
a) El hecho de saber que el acontecimiento será
transmitido influye en su preparación. A propósito del fútbol, obsérvese la evolución
del viejo balón de cuero tosco al balón televisivo escaqueado; o el cuidado que
ponen los organizadores en colocar importantes vallas publicitarias en
posiciones estratégicas, para engañar a las cámaras y al ente estatal que no
quería hacer publicidad; sin hablar de ciertos cambios, indispensables por
razones cromático–perceptivas, experimentados por las camisetas.
b) La presencia de las cámaras de televisión influye
en el desarrollo del acontecimiento. En el suceso de Vermicino, tal vez el
socorro hubiese dado los mismos resultados aunque la televisión no hubiese
estado presente por espacio de dieciocho horas, pero indudablemente la
participación hubiera sido menos intensa y quizá menores las obstrucciones y la
confusión. No quiero decir que Pertini no hubiera estado presente, pero sí
ciertamente durante menos tiempo: no es que se tratase de un cálculo teatral,
pero es evidente que estaba allí por razones simbólicas, para significar ante
millones de italianos la participación presidencial; y que esa participación
simbólica fuese, como creo, “buena”, no quita que estuviera inspirada por la
presencia de la televisión. Podemos incluso preguntarnos qué hubiera sucedido
si la televisión no hubiese seguido ese hecho y las alternativas son dos: o los
socorros hubieran sido menos generosos (no importa el resultado, pensamos en
los esfuerzos, y sabemos muy bien que sin la presencia televisiva aquellos
tipos pequeños y delgados que acudieron a prestar ayuda no hubieran sabido nada
del acontecimiento), o bien la menor afluencia de público hubiera permitido
realizar una operación de socorro más racional y eficaz.
En ambos casos descritos, podemos ver que se perfila
ya un esbozo de puesta en escena : en
el caso del partido de fútbol es intencional, aunque no cambie radicalmente el
evento; en el caso de Vermicino es instintivo, inintencional (al menos a nivel
consciente), pero puede cambiar radicalmente el hecho.
Sin embargo, en la última década el directo ha sufrido
cambios radicales respecto a la puesta en escena: desde las ceremonias papales
hasta numerosos acontecimientos políticos o espectaculares, sabemos que tales acontecimientos
no se hubieran concebido tal como lo fueron de no mediar la presencia de las
cámaras de televisión. Nos hemos ido acercando cada vez más a una
predisposición del acontecimiento natural para fines de la transmisión
televisiva. El matrimonio del príncipe Carlos de Inglaterra verifica totalmente
esta hipótesis. Este ceremonial no sólo no se hubiera desarrollado tal como se
desarrolló, sino que probablemente ni siquiera hubiera tenido lugar, si no
hubiese debido ser concebido para la televisión.
Para medir del todo la novedad de esta Royal Wedding es necesario remontarse a un episodio análogo
acaecido hace casi veinticinco años: la boda de Rainiero de Mónaco con Grace
Kelly. Aparte la diferencia de dimensiones de los dos reinos, el acontecimiento
se prestaba a las mismas interpretaciones: el momento políticodiplomático, el
ritual religioso, la liturgia militar, la historia de amor. Pero el matrimonio
monegasco ocurría a principios de la era televisiva y se había organizado sin
tener en cuenta la televisión. Aun en el caso de que los organizadores hubieran
considerado la idea de la televisión, la experiencia era todavía insuficiente.
Así el acontecimiento se desenvolvió verdaderamente por su cuenta y al director
televisivo sólo le quedó interpretarlo. Al hacerlo, privilegió los valores románticos
y sentimentales frente a los políticodiplomáticos, lo privado frente a lo
público. El acontecimiento sucedía: las cámaras enfocaban aquello que contaba
para los fines del tema que la televisión había elegido.
Durante una parada de bandas militares, mientras
tocaba una sección de marines de evidentes funciones representativas (hay
que considerar que en el principado de Mónaco los marines eran también
noticia), las telecámaras enfocaron en su lugar al príncipe, que se había
ensuciado el pantalón al rozar la balaustrada del balcón, y que, casi a
hurtadillas, se inclinaba para sacudirse el polvo con la mano, sonriendo
divertido a la novia. Una elección ciertamente, un decidirse por la novela rosa
frente a la opereta, pero realizada, por
así decirlo, a pesar del acontecimiento, aprovechando los
intersticios no programados. Así, durante la ceremonia nupcial, el realizador
siguió la misma lógica que lo había guiado la jornada precedente: eliminada la
banda de marines, era preciso eliminar también al prelado que
celebraba el rito, y las cámaras permanecieron fijas enfocando el rostro de la
novia, princesa ex actriz, o actriz y futura princesa. Grace Kelly representaba
su última escena de amor, el realizador narraba, pero parasitariamente (y por
ello de manera creativa), usando a modo de collage retazos de aquello que
sucedía de manera autónoma.
Con la Royal
Wedding del príncipe heredero del
Reino Unido las cosas fueron muy diferentes. Era absolutamente evidente que
todo lo que sucedía, de Buckingham Palace a la catedral de Saint Paul, había
sido estudiado para la televisión. El ceremonial había excluido los colores
inaceptables, modistos y revistas de modas habían sugerido los colores pastel,
de modo que todo respirase cromáticamente no sólo un aire de primavera, sino un
aire de primavera televisiva.
El
traje de la novia, que tantas molestias causó al novio que no sabía cómo
levantarlo para hacer sentar a su prometida, no estaba concebido para ser visto
de frente, ni de lado, ni siquiera desde detrás, sino desde lo alto, como se
veía en uno de los encuadres finales, en que el espacio arquitectónico de la
catedral quedaba reducido a un círculo dominado en el centro por la estructura
cruciforme del transepto y de la nave, subrayada por la larga cola del traje
nupcial, mientras que los cuatro cuarteles que rodeaban este blasón estaban
formados, como en un mosaico bizantino, por el punteado colorido de la
vestimenta de los integrantes del cortejo, de los prelados y del público
masculino y femenino. Si Mallarmé afirmó una vez que le monde es fait pour aboutir à un livre, la retransmisión de la boda real decía que el
Imperio Británico estaba hecho para dar vida a una admirable emisión de
televisión.
He
podido ver personalmente diversas ceremonias londinenses, entre ellas la anual Trooping the Colours, donde la impresión más desagradable la
producen los caballos, adiestrados para todo, excepto para abstenerse de
ejercer sus legítimas funciones corporales: en estas ceremonias, la reina se
mueve siempre en un mar de estiércol, ya que los caballos de la Guardia —sea
por la emoción o por la normal ley de la naturaleza— no saben hacer nada mejor
que llenar de excrementos todo el recorrido. Por otra parte, manejar caballos es
una actividad muy aristocrática y el estiércol equino forma parte de las
materias más familiares a un aristócrata inglés.
Durante
la Royal Wedding no fue posible eludir esta ley natural. Pero
quien vio la televisión pudo observar que este estiércol equino no era ni
oscuro ni desigual, sino que aparecía siempre y por doquier de un color también
pastel, entre el beige y el amarillo, muy luminoso, para no llamar demasiado la
atención y armonizar con los suaves colores de los trajes femeninos. Después he
leído (aunque no costaba demasiado imaginarlo) que los caballos reales habían
sido alimentados durante una semana con unas píldoras especiales, para que el
estiércol tuviera un color telegénico. Nada debía dejarse al azar, todo estaba
dominado por la retransmisión.
Hasta
el punto de que, en esa ocasión, la libertad de encuadre e “interpretación”
dejada al realizador había sido, como es fácil de suponer, mínima: era preciso
filmar lo que sucedía, en el lugar y en el momento en que se había decidido que
sucediera. Toda la construcción simbólica estaba “predeterminada” en la puesta
en escena previa, todo el acontecimiento, desde el príncipe hasta el estiércol
equino, había sido preparado como un discurso de base, sobre el que el ojo de
las cámaras, en su obligado recorrido, debería fijarse reduciendo al mínimo los
riesgos de una interpretación televisiva. Es decir que la interpretación, la
manipulación y la preparación para la televisión precedían la actividad de las
cámaras. El acontecimiento nacía ya como fundamentalmente “falso”, dispuesto
para la toma. Londres entero había sido dispuesto como un estudio, construido
para la televisión.
6. Algunos Petardos, Para Terminar
Para
terminar, podríamos decir que, en contacto con una televisión que sólo habla de
sí misma, privado del derecho a la transparencia, es decir, del contacto con el
mundo exterior, el espectador se repliega en sí mismo. Pero en este proceso se
reconoce y se gusta como televidente, y le basta. Vuelve cierta una vieja
definición de la televisión: “Una ventana abierta a un mundo cerrado.”
Pero,
¿qué mundo “descubre” el televidente? Redescubre su propia naturaleza arcaica,
pretelevisiva —por un lado— y su destino de solitario de la electrónica. Y esto
ocurre especialmente con la aparición de las emisoras privadas, saludables en
un principio como garantía de una información más vasta, y finalmente “plural”.
La
Paleo TV quería ser una ventana que desde la provincia más remota mostrara el
inmenso mundo. La Neo TV independiente —a partir del modelo estatal de Giochi senza frontiere (Juegos sin fronteras)— apunta la cámara sobre
la provincia, y muestra al público de Piacenza la gente de Piacenza, reunida
para escuchar la publicidad de un relojero de Piacenza, mientras un presentador
de Piacenza hace chistes gruesos sobre los pechos de una señora de Piacenza,
que lo acepta todo mientras gana una olla a presión. Es como mirar con un
largavistas al revés.
El
presentador de la subasta es un vendedor y al mismo tiempo un actor. Pero un
actor que interpretase a un vendedor no sería convincente. El público conoce a
los vendedores, esos que le convencen para que compre un coche usado, la pieza
de género, la grasa de marmota en las ferias campesinas. El presentador de la
subasta debe tener buena presencia y hablar como sus espectadores, con acento y
de ser posible despellejando la gramática. Debe decir “¡Exacto!”, y “¡Oferta
muy interesante!”, como dice la gente que vende de veras. Debe decir “dieciocho
quilates, señora Ida, no sé si me explico”. En realidad no debe explicarse,
sino manifestar, ante la mercancía, la misma sorpresa llena de admiración que
el comprador. En su vida privada, seguramente es probo y honestísimo, pero ante
la cámara debe mostrarse un tanto tramposo, de otro modo el público no se fía.
Así es como se comportan los vendedores.
En
otro tiempo había palabrotas que se decían en la escuela, en el trabajo o en la
cama. Pero en público había que controlar un poco esos hábitos, y la Paleo TV
(sometida a censura y concebida para un público ideal, moderado y católico)
hablaba de manera depurada. Las televisiones independientes, en cambio, quieren
que el público se reconozca y se diga “somos nosotros mismos”. Por lo que tanto
el cómico como el presentador que propone una adivinanza mirando el trasero de
la espectadora, deben decir palabrotas y hablar con doble sentido. Los adultos
se reencuentran, y la pantalla es, al fin, como la vida misma. Los chicos
piensan que aquél es el modo apropiado de comportarse en público, como siempre
habían sospechado. Este es uno de los pocos casos en los que la Neo TV dice la
verdad absoluta.
La
Neo TV, especialmente la independiente, explota a fondo el masoquismo del
espectador. El presentador pregunta a tímidas amas de casa cosas que deberían
hacerlas enrojecer de vergüenza, pero ellas entran en el juego y entre fingidos
(o verdaderos) rubores se comportan como putillas. En Norteamérica, esta forma
de sadismo televisivo ha culminado en el nuevo juego que Johnny Carson propone
en el curso de su popularísimo programa Tonight
Show. Carson cuenta la trama de un
hipotético dramón tipo Dallas, en el que aparecen personajes idiotas,
miserables, deformes, pervertidos. Mientras describe a uno de estos personajes,
la cámara enfoca el rostro de un espectador, que al mismo tiempo puede verse en
una pantalla colocada sobre su propia cabeza. El espectador ríe inocente
mientras es descrito como un sodomita, un violador de menores; la espectadora
goza al encontrarse en el papel de una drogada o de una deficiente congénita.
Hombres y mujeres (que, por otra parte, la cámara ha elegido ya con cierta
malicia, porque tienen algún defecto o algún rasgo pronunciado) ríen felices al
verse ridiculizados ante millones de espectadores. Total, piensan, es una
broma. Pero son ridiculizados de verdad.
Cuarentones
y cincuentones saben qué fatigas, qué búsquedas eran precisas para recuperar en
alguna perdida filmoteca una vieja película de Duvivier. Hoy la magia de la
filmoteca está acabada: la Neo TV nos brinda, en una misma noche, un Totó, un
Ford de los primeros tiempos y quizás hasta un Méliès. Así nos hacemos una
cultura. Pero ocurre que para ver un viejo Ford hay que tragarse diez
indigeribles bodrios y películas de cuarta categoría. Los viejos lobos de
filmoteca todavía saben distinguir, pero en consecuencia sólo buscan en su
televisor las películas que ya han visto. De esta manera su cultura no avanza.
Los jóvenes, por otra parte, identifican cualquier película antigua con una de
filmoteca. Así su cultura se aminora más. Afortunadamente, aún están los
periódicos que ofrecen alguna información. Pero, ¿cómo se puede leer periódicos
si hay que ver la televisión?
La
televisión norteamericana, para la que el tiempo es dinero, imprime en todos
sus programas un ritmo calcado del jazz. La Neo TV italiana mezcla material
norteamericano con material propio (o de países del Tercer Mundo, como la
telenovela brasileña), que tiene un ritmo arcaico. Así, el tiempo de la Neo TV
resulta un tiempo elástico, con desgarrones, aceleraciones y ralentís.
Afortunadamente, el televidente puede imprimir su propio ritmo seleccionando
histéricamente con el telemando. Todos hemos intentado alguna vez ver el
telediario pasando de la primera a la segunda cadena de la RAI a intervalos,
alternativamente, de modo que hemos visto siempre dos veces la misma noticia y
nunca aquélla que esperábamos. O introducir una escena de pastel en la cara en
el momento de la muerte de la vieja madre. O de romper la gymkhana de Starsky y
Hutch con un lentísimo diálogo entre Marco Polo y un bonzo. Así, cada cual
puede crearse su propio ritmo y ver la televisión del mismo modo que cuando se
escucha música tapándose y destapándose los oídos con las manos, decidiendo por
su propia cuenta en qué cosa se transformará la Quinta de Beethoven o la Bella Gigugin. Nuestra noche televisiva ya no cuenta
historias completas: toda ella es un avance, un trailer, un “próximamente”. El
sueño de las vanguardias históricas.
En
la Paleo TV había poca cosa que ver y antes de medianoche ¡todo el mundo a la
cama! La Neo TV, en cambio, ofrece decenas de programas hasta horas avanzadas
de la madrugada. El apetito se abre comiendo. El aparato de video permite ver
ahora muchos programas más. Las películas pueden comprarse o alquilarse; y
pueden grabarse los programas que se emiten cuando no estamos en casa. ¡Qué
maravilla! Ahora es posible pasarse cuarenta y ocho horas al día delante de la
pantalla, de modo que ya no hay que estar en contacto con esa remota ficción
que es el mundo exterior. Además, un acontecimiento puede hacerse ir hacia
adelante y atrás, y al ralentí y a doble velocidad. ¡Se puede ver a Antonioni a
ritmo de Mazinga! Ahora la irrealidad está al alcance de todos.
El video es una de las nuevas posibilidades, pero ya
aparecen otras y seguirá así hasta el infinito. En la pantalla televisiva
podrán verse los horarios de trenes, la cotización de Bolsa, los horarios de
espectáculos, las voces de la enciclopedia... Pero cuando todo, absolutamente
todo, incluso las intervenciones de los consejeros municipales, pueda leerse en
el televisor, ¿quién tendrá necesidad todavía de los horarios de trenes o de
espectáculos, o de los informes meteorológicos? La pantalla del televisor nos
dará informaciones de un mundo exterior al que ya nadie saldrá. El proyecto de la nueva megalópolis MITO, es
decir, Milano–Torino, se basa en gran medida en contactos vía televisión:
llegados a tal punto, no hay por qué potenciar las autopistas o las líneas
ferroviarias, puesto que no tendremos necesidad de desplazarnos de Milán a
Turín y viceversa. El cuerpo se volverá inútil; bastarán los ojos.
Se puede comprar juegos electrónicos, hacerlos
aparecer en el televisor, y toda la familia puede jugar a desintegrar la flota
espacial de Dart Vader. Pero, ¿cuándo?, si hay que ver tantas cosas, incluidas las
registradas en video. En todo caso, la
batalla galáctica, que ya no se jugará en el bar, entre un cortado y una
llamada telefónica, sino todo el día, hasta el espasmo (porque, como se sabe,
en el bar sólo se abandona la máquina porque hay alguien detrás echándonos el
aliento en el cogote, pero en casa, en casa se puede jugar hasta el infinito),
tendrá los efectos siguientes. Enseñará a los niños a tener unos reflejos
óptimos, de manera que puedan conducir un caza supersónico. Nos habituará, a
niños y adultos, a la idea de que desintegrar diez astronaves no es gran cosa,
y la guerra de los misiles nos parecerá a la medida del hombre. Cuando después
hagamos de veras la guerra seremos desintegrados en un instante por los rusos,
no condicionados por Battlestar Galactica. Porque, no sé si lo habréis
experimentado, después de haber jugado durante dos horas, por la noche, en un
inquieto duermevela, se ven luces intermitentes y la traza luminosa de los
proyectiles. La retina y el cerebro quedan aniquilados. Es como cuando un flash
nos relampaguea ante los ojos. Durante mucho tiempo sólo vemos delante de
nosotros una mancha oscura. Es el principio del fin.
1983